Si yo lo entiendo, no queda igual de vistoso veranear en un sitio con restaurantes finos a pie de playa, que en un lugar chiringuitero donde la oferta gastronómica es sangría, paella mixta y pescado frito servido en papelones —o bandejas de aluminio si tienen el día sofisticado—.

Acabáramos.

No va a ser lo mismo tomarse un cóctel de colorines al atardecer, recostada en unos sofás más blancos que tu camisa de los domingos, que tener sólo vino o cerveza para escoger entre lo más exótico de una carta.

Sin likes no hay paraíso, me hago cargo.

A mí me encanta que haya variedad, si esa variedad es buena. No me molesta la irrupción de nuevas propuestas gastronómicas, porque no todo tiene que ser “lodetodalavida”. Defiendo lo tradicional, por supuesto, y no me da ninguna pena si desaparece algún negocio que será muy tradicional, pero también una porquería.

Me parece una maravilla que ahora estés en la playa y puedas elegir entre reservar a las dos para comer unos calamares a la romana y unas navajas a la plancha, o pedir mesa donde puedes tomar unos tacos de atún marinados con salsa hoisin sobre algas wakame. Sin embargo, será que me he levantado nostálgica, tengo que decir que me daría mucha rabia que empezásemos a echar de menos los chiringuitos-chiringuitos, como hubo un momento en las ciudades —diría que aún estamos en ese momento— donde comenzamos a echar en falta los bares de barra de aluminio con oferta gastronómica tradicional, sin ninguna pretensión más que dar buen producto a un precio razonable.

Lo malo es que las tendencias y las modas gastronómicas, de nuevo, nos están atropellando. Comenzamos a no tener término medio. Hemos pasado de no poder elegir porque todo lo que baña la luz, Simba, es un campo uniforme de chiringuitos de fritangueo, mesas con manteles de papel y sillas de plástico, a que todo, absolutamente todo, lo que baña la luz, Simba, sea tartar y ceviche en un restaurante donde te da apuro entrar oliendo a Nivea protección total. Además, ahora la experiencia de comer en la playa no es completa si no tienes un dj aliñándote los dim sum con una sesión techno.

Hace no mucho tiempo proclamábamos la cocina de vanguardia como la niña de nuestros ojos. Ahora no hay congreso gastronómico donde no se reivindiquen las abuelas y la tradición, aunque luego descubramos que las abuelas y la tradición que venden algunos deben de estar, como muy cerca, en Asia, porque en sus restaurantes no hay ni rastro.

Y tras esta deriva sin freno de gastrochiringuitos, —beach club, dicho en fino—, veo venir que en unos años habrá quien se autoproclame inventor de las sardinas a la brasa. Y nosotros, los periodistas gastronómicos, fliparemos, también lo veo. Lo convertiremos en personaje del momento y querremos tener a ese genio delante para preguntarle en qué se ha inspirado para asar sardinas en un restaurante a pie de playa.

La respuesta también me la sé, dirá que hizo prácticas con un chef muy importante, pero que todo lo que sabe se lo debe a su abuela. ¿Nos apostamos unos dim sum?