Olvido con facilidad lo que como en la mayoría de los restaurantes de menú de cien euros o más.
Me ocurre porque todos los platos de estos sitios son similares hasta en los nombres y la comida no tiene la forma ni el color de la materia prima del plato, por lo que es mucho más difícil de recordar a través de la memoria visual.
Los emplatados, tan uniformes estéticamente en la alta cocina, tampoco ayudan al recuerdo. Estéticamente da igual que estés comiendo corzo que centollo. Seguramente esa comida vendrá presentada en un plato de cerámica oscura donde habrá una crema, unas gotitas verdes y lo sólido del plato no será ni el corzo ni el centollo, que estarán presentes en vichyssoise o sopa o mousse o gazpacho. La parte sólida, quizá, será una hierba aromática, unas huevas o una flor.
De estos menús, lo que más nítidamente recuerdo es aquello que presenta un aspecto más clásico. De Aponiente, por ejemplo, lo que prevalece en mi memoria es una tortillita de camarones y un ostión de estero. También la mortadela que en vez de elaborada con cerdo estaba hecha con rape. Tiene narices la cosa, tanta sofisticación, tantísima investigación, para acabar recordando la tortillita de camarones, la ostra y una mortadela.
A veces pienso si tiene mucho sentido deconstruir tanto un alimento, buscar técnicas y estéticas imposibles, para que lo que recordemos sea lo que más se parece a lo que estamos acostumbrados. Esto tiene más importancia de lo que pensamos, puesto que la memoria es muy relevante para la emoción y una cocina a este nivel quiere emocionar y formar parte de tu recuerdo. Por suerte, el recuerdo sobre la emoción que me provocó Aponiente sí lo tengo más nítido, sé que es el restaurante que más he disfrutado y el que más me ha sorprendido. Pero, paradojas, aunque recuerdo la sensación de estar en la gloria con cada bocado, no soy capaz de recordar muchos de los sabores que me provocaron esa sensación.
Ésta es una de las razones por las que, a muy buen criterio, la alta cocina intenta relacionarse con la cocina tradicional. Buscar ese vínculo es una especie de regla mnemotécnica para instalarse en tu memoria. Te presentan un plato abstracto, muy elaborado y con una cantidad infinita de sabores y matices muy complejos y te dicen que son, por ejemplo, migas manchegas. Ahí no hay ni migas ni nada, pero cuando lo comes, tu cerebro empieza a buscar las migas hasta que encuentra algo que le conecta con ese plato. Y sí, ahí están las migas manchegas más caras de tu vida. Y sí, ahí quedan archivadas en el recuerdo para siempre.
En La cocina de los valientes (Penguin Random House, 2011), Pau Arenós dice que en los menús degustación te conviertes en multiorgásmico. Yo diría que en los menús degustación soy multiorgásmica y precoz, porque siempre acaba mi gozo antes que el menú. Algunos tienen tantos pases que me resulta imposible mantener el disfrute durante tanto tiempo. Me llegan a aburrir, incluso a provocarme sufrimiento al final. Llega un punto en que en los últimos platos estás ahí por cumplir, para que no se diga, pidiendo perdón por dejarte dos bocados de un plato de tres y rogando con la mirada que, por favor, acaben ya.
Quizá este sufrimiento también es buscado por los chefs, yo lo dudo, pero ahí lanzo mi teoría. Si su cocina es arte, todo el mundo sabe que el arte no sólo es alegría y felicidad. También es drama, terror, comedia, suspense… Y, si lo piensas, anda que no hay menús degustación que son todo eso: un drama, terror, comedia y suspense.