Una Nochevieja llevé a la cena familiar un palo cortado muy bueno y no precisamente económico. Mi madre, nada amante del vino ni del alcohol en general, consideró que por no hacer el feo, era mejor tomarse ese vino de la manera menos desagradable para ella que rechazarlo. Así que le atizó Fanta de limón al jerez. Lo bebió, pero no repitió.
Al año siguiente, organizando la cena, dije que yo llevaba los vinos. Mi madre, muy sincera, soltó: “Por mí te puedes ahorrar el vino ese raro que trajiste el año pasado, me jodió la Fanta”.
Esa frase quedó para la posteridad: “El palo cortado, el vino que jode la Fanta”.
La semana pasada cené con varios compañeros y uno de ellos contaba que, en una fiesta, un hombre que había hecho dinero muy rápido pidió varias botellas de vino de muchos cientos de euros. Para beberlo, le añadió Coca-Cola. Un poco carito le salió el kalimotxo. Otra persona que estaba delante le afeó el gesto: “Pero hombre, ¿cómo le haces eso al vino?”. “Tú no se lo haces porque no puedes”, contestó el milloneti y se quedó tan campante.
Ayer cené con mi amiga Ada Iacob y hablábamos del cambio en el consumo del vino. Ada es wine adviser y está especializada en los vinos del nuevo mundo. Es una gran conocedora de vinos. Me decía que una vez le pasó algo similar a lo que me contaba el compañero. Un empresario había organizado un encuentro, pidió champagne y le colocó dos hielos. Su explicación, porque tuvo que darla ante la estupefacción de la gente que le acompañaba, fue que así podía aguantar el ritmo sin emborracharse.
Ada me contaba que después de ver varias veces a gente añadiéndole al vino refrescos, hielo o lo que la creatividad de cada cual le permita, le hizo pensar que realmente lo de añadirle cosas al vino no es nada nuevo. Ancestralmente era tan espeso que lo rebajaban con agua. O era de tan mala calidad, que tenían que hacerle alguna alteración para que fuese bebible.
Todos entendemos que a un vino malo se le añada algo para poderlo beber o para pasar el trago mejor, pero lo que nos cuesta es ver que a un vino bien hecho —y, si encima es caro, más nos duele—, se le añada nada. No debemos olvidar que cada uno tiene una percepción sensorial diferente. Además, se le suma la educación que le hayamos dado a nuestro paladar, nuestro olfato, nuestro ojo… Y si lo pensamos, ¿por qué nos tiene que parecer una aberración que alguien considere que un alimento le está más bueno al tomarlo de una manera poco canónica? A mí no me gusta el café con azúcar ni ningún tipo de edulcorante, por ejemplo, y hay gente que vomitaría antes de beberlo así. Yo le añado leche casi siempre y los muy cafeteros me dirán que eso es un crimen.
Ahora tenemos cultura del vino, apreciamos el trabajo que hay detrás y pensamos que tomarlo de otra manera que no sea solo es un atentado. ¿Pero por qué no nos pasa eso con todos los alimentos? Hay otros alimentos que, además de una calidad alta, incluso conllevan el sacrificio de una vida y no nos echamos las manos a la cabeza cuando nos alteran su sabor con otros ingredientes o preparaciones. Hablo de alimentos de origen animal, claro: una buena ternera te la puedes tomar muy poco hecha con un poco de sal y ya. Pero tampoco vemos nada raro si hacemos un buen guisado con ella donde el sabor de la ternera queda muy tapado.
Se ha puesto de moda el lobster roll, que en España la langosta no está precisamente a precio de chopped. Este bocadillo suele ir con un buen pan, de acuerdo, pero es langosta y te la estás comiendo en un bocadillo con otros aderezos. Comemos cerdo ibérico en mil preparaciones y, excepto en algunos casos, casi nunca nos metemos entre pecho y espalda el cerdo crudo. Y así podríamos enumerar muchos otros alimentos. Y, si vamos a las bebidas, más de lo mismo: ron, whisky, ginebra… excepto algunas personas que casi son excepciones, la mayoría partimos de un par de hielos para tomarlos.
Por eso, a menos que la explicación sea “me tomo con Coca-Cola este vino caro porque soy muy rico y me lo puedo permitir”, que me parece de cabeza de tener una neurona y tenerla en excedencia, he llegado a la conclusión de que cada uno que se tome aquello que bebe y come como le sepa mejor si eso le produce mayor disfrute.
Si ya no podemos mandar en nuestro paladar, apaga y vámonos.