Fui a comprar tela a una tienda pequeñita que hay cerca de la Plaza Mayor de Madrid. Pasé ahí porque tiendo a empatizar con los comercios pequeños, aunque esto tiene el peligro de que al final me da vergüenza salir sin compra y acabo comprando lo que me quieran vender al precio que les parezca bien. Lo cierto es que pasé ahí porque vi a la dependienta en la puerta y pensé que como no tenía clientes, me iba a atender mejor que si me iba a los establecimientos de Pontejos, que siempre hay mucha jubilada estresada metiendo codo en los mostradores y poniendo de mala uva al personal.
Pasé a la tienda y, efectivamente, la chica me atendió y me aconsejó estupendamente. El comercio se fue llenando de gente, pero ella no dejó de prestarme su atención hasta que no vio que ya podía retirarse y dejarme pensar. Cuando nos acercamos al mostrador para que me cortase la tela y me cobrase, una señora me dijo que había hecho muy bien en dejarme guiar por ella: “Siempre nos atiende muy bien y por eso volvemos”. La encargada de la tienda, hinchada como un pavo (no la culpo, yo me hubiese puesto igual), dijo que raro era el día en que alguna clienta no le trajese algún regalo: “Me pasan un café o una napolitana…”.
“Vamos, que eres como un médico de pueblo”, le dije acabándole la frase.
Cuando salimos de la tienda Cristian y yo comentamos lo de regalarle cosas de comer a alguien porque te cae o te trata bien. Pensé que esto de pasarse el desayuno o pequeños tentempiés es muy típico de los comerciantes, así que seguro que las clientas de las que habla son vecinas o vecinas de negocio.
Hace poco, estuve haciendo un reportaje sobre anticuarios. La mayoría de estos comerciantes llevan en sus tiendas toda la vida, así que entre ellos se hacen favores, echan ratitos de charla y, sí, también se hacen sus regalos comestibles.
Estando en estas tiendas, en dos de ellas me ocurrió que mientras entrevistaba al propietario del negocio, apareció por allí otro comerciante con la excusa de alguna cosa comestible. Bebible, mejor dicho. En uno de los comercios, uno se asomó y le dijo a otro que si le apetecía un café. “Una cerveza mejor”, contestó el otro. Al rato, apareció con dos cervezas y se las tomaron juntos mientras yo entrevistaba a uno de ellos. Al final acabé entrevistando a los dos.
En otra tienda fue al revés. Mientras entrevistaba al comerciante, apareció otro y al verme se dio media vuelta. “No te vayas, ven, que tengo aquí tu cerveza”, le dijo. “Es que todas las tardes nos tomamos una cerveza juntos y ha venido porque ya es la hora”, me aclaró.
Mientras estaba sentada en la terraza de casa tomándome un descanso, vi que los vecinos del otro bloque estaban limpiando sus respectivas terrazas. Al acabar se pusieron a hablar a través de la valla. Tras un ratito de charla, uno le pasó algo envuelto en papel de plata y el otro le correspondió con unos limones.
Reconozco que me dio un poco de pena que mi terraza no estuviese contigua a la suya para haberme sumado al intercambio de comida. Me parece una manera bonita de buscar compañeros de trabajo, cuando tu trabajo es tan solitario.