Si pienso en un queso de mi infancia recuerdo los Mini Babybel. Rojos, tiernos y rechonchos, su mayor propósito era resultar divertidos a los críos; como esas botellitas de agua con etiquetas de la Patrulla Canina o Peppa Pig. Similares en aspecto a los Lacasitos y las grageas de colores, los Baybel regresan a mi memoria casi como un delirio de otra vida, como un alimento mitológico que nadie sabe muy bien si existió o no. 

Google me confirma que sí: existieron y todavía se venden, pero por alguna razón siento que después de mis diez años jamás volví a verlos en ningún supermercado. Como si el producto sólo se revelase a los ojos más cándidos, como si al hacerte adulto perdieras la capacidad de disfrutar de los loopings de su corteza, igual que se deja de jugar a la rayuela o de soñar con una casa en un árbol (ahora fantaseas con un bajo sin ventanas por menos de 600 € al mes).

El tiempo de los Babybel terminó y llegaron Los Quesos De Verdad, los de persona civilizada y demócrata con trabajo serio y responsabilidad afectiva. Vinieron el Brie, el Camembert, el Emmental, el Gouda, incluso el Roquefort. Pero nos quedamos sin palabras para definirlos. O al menos así lo cree Jim Stillwagon, uno de los maestros queseros que protagoniza Shelf Life, el documental de Ian Cheney y Robyn Metcalfe que se ha estrenado esta semana en la sección Culinary Zinema de la 72ª edición del Festival de Cine de San Sebastián.

Jim Stillwagon en un fotograma de 'Shelf Life'. Shelf Life

Stillwagon, a quien desde ahora pasaré a considerar mi filósofo quesero de referencia (o 'el Slavoj Žižek del queso' por su parecido físico y espiritual al famoso psicoanalista esloveno), se muestra como un auténtico gurú intelectual de este producto. "¿Por qué consideramos que el queso es comida? Yo creo que es un viaje, una experiencia sensorial, como escuchar música", comienza diciendo en los primeros minutos de la proyección.

En la cena posterior al visionado de la obra que organizó el Basque Culinary Center este jueves, Jim preguntó a los comensales qué palabras nos vienen a la mente cuando comemos este alimento. Sólo una tímida mano se atrevió a alzarse entre el público. "Muy rico", dijo la extremidad en algún idioma que alguien tradujo a los asistentes.

Muy rico. Tasty. Délicieux. Parece que a veces nos da miedo decir algo más que esto sobre la comida. O está rica o no está rica. O nos gusta o no nos gusta. Como si no dejásemos que despertase en nosotros demasiadas sensaciones, como si nos asustara experimentar más de la cuenta o asociar ciertos sabores y texturas a ideas que no son las esperadas en una sobremesa.

Nuestro cheesemaker no pareció sorprendido por aquella respuesta, más bien la deseaba para poder dar pie a su tesis. Según Stillwagon, en tanto que comer queso es una suerte de peregrinaje cósmico con su propio lenguaje poético y evocativo, si perdemos la capacidad de interactuar con él y de interpretarlo, perdemos también nuestra cultura y nuestra parte más animal. 

"El queso penetra en lo más profundo de nuestro cerebro primitivo porque procede de la leche, que es una de las cosas más elementales de la naturaleza y nos conecta con nuestros orígenes", argulló. Más aún: el proceso de cortar, servir y llevar a la boca el queso es en sí una experiencia "altamente sensual". "Indirectamente, estás explorando un cuerpo", afirma Jim en el documental.

Un cuerpo en descomposición, para ser exactos, ya que a muchos quesos (como el Cabrales o el Roquefort) les caracteriza precisamente eso: tener aspecto de estar muriéndose. "Resulta raro comer algo que parece que está putrefacto, comer un queso que tiene moho, pero justamente cuando lo tiene es el momento perfecto para tomarlo", comenta la cheesemonger Alisha Norris Jones en una escena de Shelf Life

Antropología y resurrección del queso: el salto de la leche a la inmortalidad

"Es una celebración de la descomposición y de la muerte", coincide, por su parte, Stillwagon. "La descomposición de un queso es parecida a la de un cadáver. En este puede haber moscas, igual que en un queso, y la cantidad de moscas en un cuerpo puede ayudar a descubrir cuánto tiempo lleva muerta una persona", agrega. De hecho, el casu marzu (literalmente, "queso podrido"), uno de los quesos más tradicionales de Italia y prohibido en Europa por su peligrosidad, se elabora justamente con larvas de la llamada 'mosca del queso', que se introducen a propósito en él.

Un momento del documental 'Shelf Life'. Shelf Life

Estas larvas pueden apreciarse perfectamente, campando a sus anchas por cada recoveco. Algunos las quitan y otros se las comen; pero, paradójicamente, si al abrir el producto los gusanos están muertos, significa que el queso está malo y no es apto para consumir. El casu marzu necesita a las larvas para conservarse en buenas condiciones igual que los quesos necesitan ciertos tipos de bacterias en su elaboración para existir.

"La preservación es una forma de transformación", señala al respecto Salima Ikram, una arqueóloga que también interviene en Shelf Life. Ikram, quien asegura que los egipcios probablemente inventaron una de las primeras formas de hacer queso, establece un símil con la momificación: "También tiene que ver con eso, con pasar de humano a divinidad, de una vida a otra; tú tienes leche, le agregas ciertos elementos, sigues ciertos pasos, y se metamorfosea en algo distinto". Parece magia, ¿no?

Y aquí va otra paradoja: esa conversión, esa pérdida de identidad, es lo único que garantiza su continuidad, la única forma de alcanzar algo parecido a la vida eterna. "Se dice que el queso es el salto de la leche a la inmortalidad", afirma Ana Mikadze-Chikvaidze, una maestra quesera de Georgia. La leche caliente y fresca que brota de las ubres muere y resucita en el queso, el cual, al mismo tiempo, es un conjunto de bacterias vivas que "no paran de trabajar", explica. "Si te lo acercas al oído puedes escucharlas, puedes notar cómo está hablando: el queso nos susurra cosas".

¿Hay vida más allá del shelf life?

Al contrario que sucede con las personas, los quesos sin madurar o con poca maduración son menos resistentes y los de mayor maduración son mucho más longevos. Asimismo, conforme los seres humanos envejecen, su horizonte de expectativas se reduce; pero en el mundo del queso es al revés: cuanto más tiempo pasa, más posibilidades abarca. "En el queso la espera no es algo negativo, es algo excitante", opina la cheesmaker japonesa Chiyo Shibata.

Nuestra vida no funciona como un proceso de curación, pero sí parece reinar en ella la lógica alimentaria de la shelf life o fecha de consumo preferente: entra en la universidad a los 18, encuentra un trabajo a los 25, cásate antes de ser un cuarentón y nunca te divorcies después de los 60. Los quesos escapan a este precepto, pues su vida útil depende de múltiples factores, puede alargarse a placer y es, a veces, impredecible. 

Tan impredecible como encontrarse de repente un gusano en una cuña de queso. Al final del documental, Jim Stillwagon confiesa ante la cámara que una vez degustó un queso a oscuras y, sin querer, se tragó una larva que había dentro: "Cuando morimos son ellas las que nos comen a nosotros. En cierto modo, es como comerte a ti mismo, es una forma de necrofilia. No cualquier comida es capaz de esto".

¿Y qué es la vida si no un continuo devorarse, devorar y ser devorado, Jim? ¿Se puede crecer sin mutar, sin desaparecer? ¿Hay otra forma relevante de existir que no sea el hambre (de conocimiento, de entrega, de justicia, de sabores)?

Vivir más allá del consumo preferente, sí, vivir a pesar y en contra del moho, ser tú mismo ese moho; trascender, transformarse, ser olvidado. "Desmayarse, atreverse, estar furioso" -que diría Lope-, "alentado, mortal, difunto, vivo". Así en la vida y en el queso. Quien lo probó, lo sabe. Y si no es que quizá ya estaba muerto mucho antes.