“Me compré mi primer coche con lo que obtuve cortando las lenguas de bacalao” cuenta Christoffer, uno de los trabajadores de Brødrene Karlsen. Él es, a su vez, sobrino de Rita Karlsen, propietaria y tercera generación a cargo de esta cooperativa de pescado, fundada en 1932, que suministra bacalao (entre otros pescados) desde Husøy, una isla en la región de Troms, al norte de Noruega, más allá del Círculo Portal Ártico.
Como Christoffer hizo en su día, muchos otros niños desde los 10 a los 15 años acuden por las tardes a la fábrica para cortar las lenguas (lo que nosotros conocemos como cocochas) del bacalao Skrei, un bocado gourmet que llega desde el mar de Barents hasta nuestras mesas y en unos días termina su temporada. Para probarlas no hay que irse hasta Noruega, estas en concreto las venden en la sección de congelados de Mercadona.
En Husøy solo existe un colegio, a él acuden alrededor de 200 niños, cada uno de ellos con un porvenir y planes de futuro diferentes, volviéndose complicado predecir el porcentaje de ellos que acabarán dedicándose a la pesca. Llevan más de 40 años colaborando con el colegio, que crea grupos de alumnos que se turna cada día para acudir a la fábrica y realizar una actividad extraescolar algo inusual.
“Yo empecé mi carrera haciendo lo mismo”, cuenta Rita, que solo tenía 12 años cuando se hizo con cuchillo en mano para ganarse la paga. De las cuatro cooperativas que existen en la pequeña isla que se conecta con el resto de la región de Troms por un puente de hormigón, Karlsen es la única que colabora con la escuela.
El relevo generacional también es un asunto que preocupa a la industria pesquera Noruega. “Es por eso que contamos con los niños para que vengan a cortar las cocochas. Podríamos hacerlo nosotros, pero queremos incentivarlos”. Esta es una forma de “enseñarles el oficio y que ayuden a preservarlo”.
Cada uno de ellos puede llegar a casa con un ‘mini sueldo’ que muchos otros niños de su edad querrían: “les pagamos 35 NOKs (coronas suecas) por kilo. Los más pequeños pueden cortar 10 kilos, pero los mayores pueden llegar hasta los 150” comparte Rita orgullosa de la iniciativa.
“Venimos cada temporada una vez que el colegio nos lo permite, hoy he venido aquí a las 17:00 y me iré a las 00:00”, contaba Ida, una de las jóvenes entre cocochas. Ella es Ida, tiene 15 años y puede cortar hasta 40 kilos a la hora, por lo que a casa se lleva 120 € por cada hora que pasa cortando cocochas en la cooperativa.
“Pueden estar tantas horas como quieran. Normalmente, están tres horas, aunque los mayores suelen quedarse más”, puntualiza Rita. A la izquierda, otra niña de 10 años le acompañaba en la tarea. Al día siguiente, ambas, al igual que los otros cinco niños que completaban el grupo, tienen que ir al colegio, pero no repetirán faena en la fábrica.
El hecho de que la escuela organice cada día un grupo diferente les permite descansar, el objetivo no es ayudar a la fábrica a sacar el trabajo adelante sino concienciarse. Y si, además, se llevan una paga extra, la recompensa es doble: se están llevando a casa herramientas para manejar su economía familiar así como un mayor entendimiento del funcionamiento de su entorno y las tradiciones que envuelven a su cultura, así como el compromiso de querer preservarlas.
Nada aproximado ni relacionado con el esclavismo infantil, esta práctica es una de las tradiciones más arraigadas en Noruega, y la ley protege el trabajo de niños de esta edad, que pasan muy pocas horas al mes desempeñando esta labor. “Es importante que no sean nuestros empleados, nosotros les compramos las cocochas a ellos”, aclara Rita Karlsen sobre la regulación de esta práctica.