En septiembre del año 2009 tuve la suerte de vivir en Gante. Fue durante mi cuarto año de carrera a través del programa Erasmus y el mejor de los errores que cometí. Digo error porque al pedir mi plaza en la facultad de Comunicación de la ciudad belga, desconocía que el idioma en el que se cursaban las asignaturas sería el dutch (el 'otro' flamenco). Cuando me dieron la noticia de que había sido aceptada dudé por momentos en seguir adelante. También desconocía que aquel sería posiblemente el mejor año de mi vida.
Quien haya tenido la oportunidad de hacer un año de Erasmus me entenderá. Más allá de este hecho, los motivos fueron muchos otros y muchos de ellos forjados en la casa en la que viví. Tenía 20 años, era una chica algo viajada, pero con un millón de prejuicios sobre la comida -y mira dónde hemos llegado-. Así que, enfrentarme a una cocina desconocida, de adopción, que no era la de mi hogar, acabaría rompiendo muchas de mis barreras.
María Arranz, en su recién publicado libro El delantal y la maza, lo último de Col & Col, confiesa que cocinar le salvó la vida y la cocina fue refugio en más de una ocasión. No puedo dejar de sentirme identificada con ella, con la diferencia de que por entonces no era consciente, aunque no tardaría mucho en darme cuenta. En Bélgica se haría oficial.
La cocina era, junto a mi habitación, el espacio de la casa en el que más tiempo pasé, cubriendo todas esas horas de clases a las que no podía atender por el desconocimiento del idioma y sin darme cuenta, haciéndome querer. Dicen que a un hombre se le conquista por el estómago; en realidad, es a cualquier persona.
El kétchup y la mayonesa habían entrado en mi vida hacía dos años. Las fresas y el melocotón también. Me solía guiar mucho por las texturas y los olores. No era una gran amante del vinagre, ni de los encurtidos. El tomate escaló posiciones y fui capaz de comerlo crudo, cuando de niña pedía pizzas a domicilio solo con jamón y queso, sin tomate. Todo aquel objeto no identificable en el plato debía ser identificado. De las aceitunas, ni hablemos.
Durante ese año de Erasmus celebramos algún que otro 'Komen eten', versionando el programa de televisión belga donde cada inquilino de la casa tenía que preparar un menú al resto y al finalizar cada velada eran puntuados entre todos. En este caso, nos aseguramos de que no faltaran servilletas, estábamos emulando un reality y todo tenía que salir a la perfección.
Yo llevaba mis recetas. Ellas tenían las suyas. Sucumbí al kip curry de Eline; miraba con escepticismo su ensalada de endivia y manzana. Me costó diez años, pero también acabaría cayendo. Disfrutaba al ver cómo Carol preparaba sus pimientos rellenos de salsa boloñesa y dando de comer a Julie, jamón entre otras cosas, cuando ella era incapaz de cocinar. Ahora el kip curry lo preparo yo, Eline ya no está.
Después de 14 años viajando a Bélgica, visitando las casas de un buen número de amigos, comiendo en sus mesas reunidos entre familiares y amigos, me di cuenta de que suelen faltar servilletas. Han sido 14 años de visitas, pero la anécdota no llegó a resonar en mi cabeza hasta la Nochevieja de 2018.
Cenaba con una amiga y su familia en el norte del país, en una casa preciosa a la que no le faltaba detalle, pero en la mesa sí que faltaban servilletas. ¿Costumbre?, les pregunté al darme cuenta de que las había echado en falta también en anteriores ocasiones. Tal vez, no supieron responder, mientras fueron a la cocina a por ellas.
Traté de hacer memoria de todos esos encuentros más o menos especiales -los restaurantes no cuentan, allí nunca faltan- en los que, por regla general (según mi protocolo personal, o quizás españolizado), debería haber servilletas. Recuerdo alguna que otra Nochevieja o cumpleaños en los que no estaban presentes en la mesa hasta que yo las hacía partícipes del momento.
En mi casa, desde pequeña, las servilletas de tela con su correspondiente servilletero no faltaban ni un día en la mesa. Esto tenía que ser contrastado con las respuestas de mis amigos.
"¡Vaya pregunta!", Alex siempre cuestiona mucho las cosas, pero da largas respuestas. "Para mí las servilletas no se usan a diario. Si quiero limpiarme la boca lo hago con un trozo de papel de cocina de un rollo. Pero si tenemos invitados, o si soy invitado en algún sitio, ¡tiene que haber servilletas adecuadas en la mesa! Creo que esto es de etiqueta, pero por otro lado mucha gente de nuestra edad no lo considera básico".
"Mi madre solía hacerlo en ocasiones especiales, Navidad, cumpleaños... Creo que la mayoría de la gente usa servilletas de papel, las de tela son bastante elegantes" opinó Eline hace un par de años, añadiendo, por supuesto, que si se piden, se dan y bromeando con que si acabaría escribiendo sobre si son "sucios los belgas".
Con todo esto, tal vez, a lo que intento llegar no es a la conclusión de si en los hogares belgas se usan las servilletas mucho o poco, más aún cuando la observación no corresponde del todo con la constatación, sino a una reflexión sobre cómo a veces caemos en clichés sobre ciertas costumbres de ciertos lugares solo por esa observación, nuestra percepción o vivencia.
Es algo bidireccional. Cuando vivía en Vietnam compartía piso con una chica estadounidense de mi edad en cuya dieta predominaban las verduras. Solía decirme que tenía la imagen de que en España comíamos mucha carne, además de mucho pan. Eso también lo he escuchado de otras fuentes cercanas extranjeras. ¿Percepción o realidad? Lo cierto es que, según la FAO, los países con más alto consumo de carne son Hong Kong, San Vicente y las Granadinas, pero entre los analizados de la Unión Europa nuestras cifras no andan tan alejadas.
¿Son esos clichés el resultado de nuestra condición? Es posible que la frecuencia con la que mi madre me repetía de pequeña 'Natalia, ¿y la servilleta?' haya creado en mí una necesidad de tenerlas siempre cerca. También es posible que al igual que España no huele a ajo, según opinó en su día Victoria Beckham, en Bélgica, no dejen de lado a la siempre útil y socorrida servilleta.