Santander es la guardiana de buena parte de nuestros restaurantes favoritos. Es el lugar donde las rabas, las tortillas con bonito y tantas otras delicias del norte triunfan con sabor y sencillez. Pero entre todos ellos, existe un lugar que ha sido elevado a un estatus especial, uno al que muchos se refieren como "la catedral del vino": un restaurante que no solo es historia y legado, sino también gastronomía de primer nivel.
En el corazón de la ciudad, en la céntrica calle Daoíz y Velarde, se encuentra uno de esos lugares que te atrapan desde el primer paso que das en su interior. La Cigaleña, más que un simple restaurante, es un templo gastronómico donde tradición y modernidad se fusionan de una forma única. Es un espacio que te transporta en el tiempo y, a través de su cocina y de la insaciable pasión por el vino de su creador, ofrece una experiencia inolvidable, una que deja huella desde el primer sorbo y el primer bocado.
Un lugar que ya forma parte de la historia de Santander
¿Es un museo? ¿Un restaurante? ¿Un santuario del vino? La Cigaleña es todo eso y más. El espacio en sí es una joya, con una decoración que evoca tiempos pasados, recordando a las antiguas tabernas, pero con un toque elegante y cálido que lo hace acogedor y refinado. La vista se pierde entre las miles de botellas que decoran las paredes, llenan las vitrinas y se alzan hasta el techo. Es un auténtico paraíso para los amantes del vino.
El restaurante abrió sus puertas por primera vez en 1949 y desde entonces ha sido un referente indiscutible de la gastronomía cántabra. Fundado por el abuelo del actual propietario y continuado por sus padres, su historia se remonta a los orígenes familiares en el pueblo de Cigales, en Valladolid, de donde toma su nombre. Pero la verdadera transformación de La Cigaleña en un templo del vino comenzó con la llegada de Andrés Conde Laya, un sumiller de renombre que, junto a su hermano Juan, ha llevado el restaurante a un nuevo nivel.
Desde la década de los 90, Andrés ha creado una de las bodegas más impresionantes de España, con más de 1.000 referencias en carta y que puede alcanzar fácilmente las 40.000 botellas cuidadosamente seleccionadas. Su selección de vinos naturales, procedentes de pequeños productores comprometidos con la sostenibilidad, ha convertido a La Cigaleña en un lugar de peregrinación para los amantes de este tipo de vino.
Andrés Conde Laya: el guardián del vino
Dicen de él que es persistente, apasionado y libre. Y no se equivocan, porque si hay algo que define la esencia de La Cigaleña, es sin duda la figura de Andrés Conde Laya, su alma y motor. Conde Laya no solo es un experto en vinos, sino un verdadero devoto. Uno que recorre el mundo en busca de nuevas etiquetas que traer a su catedral del vino. Cuando cruzas las puertas de este restaurante, entras también en su mundo, uno donde cada botella cuenta una historia y cada copa es una invitación a viajar por el mundo.
Año tras año, ha hecho de este espacio un santuario y uno muy especial para los amantes del vino natural. Esta tendencia tan en boga en los últimos años, es algo que lleva ya mucho tiempo en la cabeza de Andrés. Su carta, extensa y cuidada al detalle, es un reflejo de su pasión inquebrantable. Las referencias son incontables, pudiendo tener más de 1000 en carta, pero atesorando fácilmente más de 40.000 botellas. Y lo mejor de todo, es que aquí no se trata de la cantidad, sino de la calidad y de la búsqueda constante de la autenticidad.
Solo hace falta charlar un rato con este talento para darte cuenta de que estás ante un verdadero amante de este mundo. Te habla de los vinos como si fuesen personas. De sus virtudes, de sus defectos, de sus matices y lo hace con una emoción tan palpable que es imposible no dejarse contagiar. Siempre va a encontrar algo para ti, para lo que te pueda apetecer y no sabemos cómo lo hace, pero siempre acierta. Así que lo mejor es dejarse llevar...
Su labor no ha pasado desapercibida ni por sus clientes ni por la crítica y los reconocimientos. Su dedicación y pasión le valieron un gran reconocimiento en 2021, año en el que fue galardonado con el Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Sumiller, un galardón que no hace más que confirmar lo que muchos ya sabían, que La Cigaleña es un lugar único y Conde Laya, un sumiller excepcional.
Sus vinos vienen de todas partes del mundo, muchos de ellos son muy difíciles de conseguir, por lo que cualquiera es bienvenido, desde el que solo quiere probar algo diferente, hasta el 'friki' que busca que le sorprendan con algo único. Y no necesariamente ha de ser un vino caro, porque tiene referencias para todos los bolsillos.
Una experiencia también gastronómica
En La Cigaleña, el vino no está solo. La gastronomía es otro pilar fundamental del restaurante, y los hermanos Conde Laya han hecho de este espacio un lugar de culto también para los aficionados a la buena mesa. Los productos locales y las elaboraciones con sabor a la Tierruca son los verdaderos protagonistas. El mar Cantábrico nutre la cocina con pescados y mariscos frescos, mientras que la tierra cántabra ofrece carnes y vegetales de una calidad extraordinaria. El respeto por la tradición se combina con la innovación, ofreciendo platos que son un tributo a la cocina de siempre, pero con un toque renovado.
¿Qué se come entonces en La Cigaleña? Es casi obligatorio empezar con la famosa gilda de la casa, un clásico que combina aceituna, piparra y anchoa de una calidad inigualable. La mantequilla ahumada, hecha en casa, es el acompañamiento perfecto para unas anchoas del Cantábrico que se pueden pedir por unidades. El steak tartar de solomillo de vaca, la gamba roja a la brasa que siempre está en carta, o las piparras fritas son algunas de las especialidades que destacan en el menú.
Hay clásicos que nunca cambian, platos que los propios clientes veneran y que son sello de la casa. Como los pimientos rellenos que rellenan de picaña de ternera y cubren con una delicada meunière. En honor a aquel pueblo que una vez sus predecesores dejaron, sirven una morcilla de Cigales asada soberbia. También chistorra de Lasarte, cecina de León o sus rabas de calamar, con una fritura ligera y crujiente.
Uno de los platos más destacados de la carta es el bonito en temporada. Fresco, delicado y lleno de ese sabor tan característico, se prepara en tataki, en tartar, en escabeche y si tienes suerte, podrás probar la preciada ventresca del pescado, con una infiltración perfecta de grasa. Trabajan con pescados de lonja y con productos como kokotxas que preparan al pil pil o la merluza que trabajan con una salsa verde adictiva.
Para cerrar la experiencia, nada mejor que una tabla de quesos que Andrés llama "de kilómetro 1000", con una selección de quesos de distintas partes del mundo, y la tarta fea, una creación irresistible de finas láminas de chocolate belga, crema de toffee y un toque de maracuyá. El pastel de queso horneado con un toque de Stilton es otro de los postres que no te puedes perder, con una cremosidad que conquista a todos los que lo prueban.