Los hombres hombres, que diría Aznar, los machos alfa, que dijo Iglesias, no lloran, ni cuentan versos, ni mucho menos creen en el amor cortés o en el amor fou -pretextos del adulterio-, a no ser que el hambre y la noche aconsejen recurrir a esa esgrima de escobilla que aprendimos en los consultorios de Bravo y Súper Pop, o en la geometría sentimental de los protagonistas de Sensación de Vivir.
Todo lo que conocemos del concepto de amor con el que estos días se forran joyeros y floristas lo supimos por aquella basura para adolescentes pazguatos. También por lo que, apostados como marines tras las paredes, cuerpo a tierra, escuchábamos de las chicas más guapas del instituto: pasaban la noche en vela hablando de amor en el cuarto contiguo invitadas por nuestras hermanas.
Nos empapamos de aquellos códigos elementales sin percatarnos, movidos sólo por la curiosidad y acaso por la emoción que procuraba encontrarse en el lavabo unas braguitas o un sostén desconocidos: la dulce resaca de aquellas fiestas de pijamas de niñas románticas.
Aún no éramos conscientes de lo eficaz que sería para nosotros esa quincallería sentimental de sus noches blancas. Luego, cuando comprendimos que el mundo era una sabana implacable sometida al mandato de la carne, todo fue como la seda. Los más procaces cazadores enviaban el mismo SMS -no existía Whatsapp- a cuatro, cinco o seis muchachas y aguardaban mordaces la cosecha. Si había suerte ya habría tiempo para los veinte poemas de amor y la canción desesperada después de pasar por la Farmacia. “Pensar que no la tengo, sentir que la he perdido”. ¡Sólo por eso habría que retirarle el Nobel a Neruda!
Pero lo del SMS era pesca de arrastre. He visto a los más sagaces depredadores hacer la corte a la más fea del grupo confiados en que la rabiosamente guapa caería subyugada por aquel inesperado desaprecio a su irresistible belleza. La técnica de la cervatilla coja no fallaba nunca porque la coquetería es a las mujeres lo que la vanidad a los hombres: un tumor estúpido y prescindible.
La acumulación de cadáveres en el armario, el cansancio, la comodidad o la próstata acabaron sometiendo a aquellos cazadores nocturnos a los rigores de la vida en pareja después de haber tenido más novias que un moro.
Ahora compran rosas y bombones por San Valentín mientras recuerdan los tiempos voraces. Aguardan sin esperanzas el final del patriarcado, que decían Charles Fourier y Aleksandra Kollontai. Pasar los últimos años en un falansterio o en una comuna adamita, liberados de las cadenas de la crianza de la prole y entregados al destello azul de la química del gozo. ¡Ah, si así fuera! ¡Ma e’ un mondo difficile!