El horror, en ocasiones, adquiere la apariencia y los megas de un selfie desenfocado. Rutilante y demoledor. El mismo que nos hacemos, grotesca y temblorosamente, con media sonrisa de estupefacción grabada en un rincón de los labios, con el iPhone del sinsentido. Y el resultado permanece dentro de esa foto que nos reproduce a todos, sin excepción, y, como si fueran los restos de un accidente de automóvil recién ocurrido al otro lado del arcén, se convierte en un siniestro total del que no podemos (ni debemos) apartar la mirada.
Me topo esta semana, de golpe y porrazo, con una de esas gratas sorpresas que a menudo nos dan los documentales de La 2. En Documenta2. ‘Inside Hiroshima’. Traducido aquí como ‘Bajo la nube de Hiroshima’. Estremecedor trabajo audiovisual, dirigido por Bertrand Collard, que analiza lo que sucedió bajo el enorme hongo atómico y lo hace a través de fotografías inéditas que muestran la reacción de los habitantes de aquella ciudad frente a la locura de la guerra. El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, en Japón. Uno de esos pos-its que tiene la historia para diferenciar sus fechas más señaladas: marca, de manera abrupta, el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Un arma nueva y revolucionaria es cargada en un bombardero B-29 (bautizado Enola Gay en honor a Enola Gay Tibbets, madre de su piloto Paul Tibbets). Un ingenio de más de cuatro toneladas cuyo coste se estima en 2.000 millones de dólares y en cuya fabricación han participado cerca de 40.000 personas. ‘Little Boy’, la primera bomba atómica de la historia. La herramienta responsable del estremecedor remate para esta sucesión de cifras: más de 200.000 víctimas, más las que fallecen en Nagasaki tres días después.
Un joven fotógrafo que trabaja para un diario local, Yoshito Matsushige, captura con su cámara los momentos que siguen a la explosión. Unas imágenes que muestran el terrible infierno en el que se convirtió Hiroshima, hipocentro del dolor y la monstruosidad humana. La historia de Matsushige, fallecido en 2005, es la de un Adán moderno que trata de renombrar, con su cámara, todo lo que encuentra a su paso por un carbonizado Antiparaíso. Clic tras clic. Carne quemada sobre trozos de piel desprendida. 70.000 personas mueren, nada más explotar ‘Little Boy’, en un radio de tres kilómetros. La ciudad queda totalmente devastada. “Aquel escenario tan pavoroso casi me paralizó y me fue imposible apretar el disparador durante los primeros 20 minutos –recuerda Matsushige–. El visor y el objetivo estaban empapados por mis lágrimas. Aún no he podido borrar esa imagen de mi mente. Aquello era un infierno”.
Sus fotografías son, verdaderamente, pasmosas. Un vistazo a un abismo. Una rápida ojeada a la antesala del infierno. Están rodeadas de una luminosidad hipnótica y contienen una extraña belleza, casi bruegheliana. Realizadas en el puente Miyuki, única forma de entrada y salida de la ciudad, convertido aquella mañana en la única frontera entre la vida y la muerte. Ancianos con la ropa hecha jirones, adolescentes con el cabello quemado, una madre que da vueltas con un niño carbonizado entre sus brazos. Decenas de mujeres embarazadas dan a luz, prematuramente, a sus bebés muertos. Es la historia de miles de vidas segadas en un instante. En sus memorias, el fotógrafo de Hiroshima escribirá que si vino a este mundo, fue para estar allí en aquel preciso instante. “Los ojos de los heridos estaban fijos en mí –rememora–, como diciéndome que contar al mundo lo que estaba ocurriendo. ¿Era cruel fotografiarlos o era lo mejor que podía hacer?”.
Un terrible conflicto para todo el que se vea en una situación así. Sobre todo si contamos con que, en Japón, durante aquellos tiempos de guerra ininterrumpida, se consideraba un delito fotografiar sucesos que mostraran sucesos desmoralizadores. Por fortuna, estas imágenes prohibidas circularon durante años sin conocimiento de las autoridades. En los 70, un minucioso trabajo de restauración salvó los negativos del olvido. Un equipo de investigación ha digitalizado las fotografías y aparecen en ellas nuevos cuerpos tendidos en el suelo. Las imágenes se recrean en 3D para el documental y las imágenes empiezan a cobrar vida.
Hablaba Francis Bacon, el pintor, parafraseando a Esquilo, de “el olor a sangre humana no se me quita de los ojos”. Una imagen válida como pocas para describir, en palabras, lo que allí ocurrió. Por fortuna, quedan las fotografías del joven héroe que reconstruyó el infierno de Dante en formato 35 mm. Y, gracias a él, podemos adentrarnos, una y otra vez, en la Zona Cero de la infamia.