Tenemos chica nueva en la oficina. O sea, en ese Barrio Sésamo y coto vedado para reporteras ‘megaguais’ y ‘chachidicharacheras’ que los ‘cuatreros’ denominan ’21 días’. Su nombre completo: Meritxell Martorell. Digna heredera del título de Señorita Pepis del Gonzo más Vergonzante que ocupa el trono que en su día abandonaron, en vista de que no conseguían el ansiado Pulitzer del Pendoneo Pijiprogre, sus ‘compiyoguis’ Samantita Villar y Adela Úcar. Y empieza golpeando fuerte, esta Meritxell, sumergiéndose en el mundo de la prostitución durante tres semanas y experimentado cómo viven las trabajadoras del sexo. Vamos, lo que en el argot periodístico –y prostibulario– viene a llamarse, por definición, un completo.
Y lo cierto es que, esta chica, no encaja: “No me parece para nada un puticlub”, suelta, nada más llegar al local elegido. “Lo que yo tenía en mente no tiene nada que ver con lo que estoy viendo. ¡Qué pedazo de ‘parking’ tienen aquí! Y está todo lleno de elefantes…”. ¿Elefantes? Pues sí. Elefantes. Gigantescas esculturas de paquidermos dorados que amenazan, con sus trompas en alto, a la clientela. ¿Dónde se ha metido esta muchacha?, se pregunta, alarmado, el sufrido telespectador. Y teme por ella hasta que nos enteramos de que la madame del chiringuito sexual colecciona réplicas de Dumbo a tamaño natural. Hasta el punto de que tiene uno tatuado en la espalda, con sus colmillos incluidos, para disimular el agujero de bala que le quedó tras una sonada trifulca. ¡Una noche loca la tiene cualquiera!
Mal, muy mal tiene que andar esta bendita profesión (el periodismo) cuando estas niñas de papá, con su postgrado bajo el brazo, se ven obligadas a ejercer (de pega) en los burdeles patrios por aquello de dar lustre y esplendor a un ‘docureality’ en el que reconvierten la ética periodística en algo parecido a un centro de estética y depilación. “Para mí esto es un poco fuerte”, confiesa la pobre Meritxell, mientras esquiva elefantes. “Porque estoy aquí y sé que mi cuerpo cuesta dinero”. “Bueno, en realidad tu cuerpo cuesta dinero en todas partes”, tercia María José, la madame, con un tremendo zasca en toda la boca. Aunque Meritxell, ajena a su realidad circundante, se obstina en demostrar su estulticia: “No sé si voy a poder dormir, pensando en lo que va a pasar mañana. ¿Qué hago aquí? Estoy en un club de carretera”. Sí, hija, sí. Ahí estás. En un puticlub. Convirtiendo el periodismo en lo que, realmente, no es.
Las caras de asombro de Meritxell fisgando detrás de una puerta mientras escucha los ayes, jadeos y gemidos de una tal Luna y su cliente es algo que merece pasar a los anales de la historia televisiva universal. Un despiporre. “Esta situación es surrealista total”, suelta, Meritxell, y ahí define todo su programa. “Estoy hablando con un cliente mientras Luna se lava después de 40 minutos de ‘guerra’. Yo me voy. Me pongo nerviosa. Esto es demasiado. Estoy muy incómoda. O sea, estoy viendo ahí el condón que acaba de usar el cliente y no me gusta nada esta situación”. Este es el nivel. Meritxell, al borde de un ataque de nervios frente a un tipo que pasea su trompa por la habitación de Luna como lo haría un elefante enloquecido.
Escuchamos a Mayte, otra prostituta, empeñada en desmontar (con rotundidad) todos los tópicos y prejuicios en los que se mueve la reportera Meritxell: “En esta profesión nunca he llegado a casa llorando. Al contrario, estoy contenta. Yo soy puta, no ‘escort’. A mí no me gustan los eufemismos. Considero que ser puta no es malo”. “¿Y cómo terminas cada noche? ¿No te duele?”, repregunta Meritxell. “No, uso lubricante”. “¿Y tienes algún truco para que sea más rápido?”. “Depende del condón que uses. Con los que son más finos, eyaculan antes”. “¿Qué es lo más desagradable que has encontrado nunca?”. “Pues no sé. Un montón de requesón”. Y ahí, justo ahí, con esa inesperada respuesta de la rabiza Mayte, uno decide que ya ha soportado demasiado este ’21 días’ de gonzo para ‘dummies’ y que no necesita ver a Meritxell ejerciendo de mujer bandeja, con seis clientes zampando porciones de sushi de su verbenero cuerpo, para constatar, una vez más, que este programa es un sindiós.
Apago, de una efectiva patada, el televisor y me aferro a un libro. Soy de los que siguen a rajatabla, cuando la cosa pinta mal, el conocido consejo de Groucho. ‘La maldición de Lono’, del maestro Hunter S. Thompson. Lo acaban de publicar los chicos de Sexto Piso. Ración de periodismo gonzo en estado puro, con el maestro cubriendo la maratón de Honolulú. Sin tonterías ni chafardeos. Ni medias tintas. Ni ‘amarillismo’. Leo: “Estuvimos en todos los actos previos, pero parecía que nuestra presencia ponía nerviosos a los invitados, así que terminamos por hacer casi toda la investigación en el bar del Hilton, el Ho-Ho”, y me cae encima, como un aguacero, la nostalgia de tiempos pasados. ¿Qué coño están haciendo contigo, periodismo de calidad?