Aquí yace España. Relegada al puesto 22 de una clasificación general de lo más descerebrada. Herida de muerte, una vez más, por esa ‘euroceguera’ generalizada que cada año nos toca revivir por estas fechas. Faltaron filólogos expertos que nos explicaran que ‘Say yay!’ significaba, en realidad: “¡no vamos a comernos ni un donette extra-choc en esta edición de la sandez eurovisiva!”. Para que luego digan que nuestros lenguaraces académicos no avisan a tiempo, cual émulos de Rappel, de las desgracias.
Aquí yace España. Tras padecer un síndrome de Estocolmo de fulminantes efectos, cautiva y desarmada, gimoteando en la posición vigesimosegunda de una lista que ríete tú de la del bueno de Oskar Schindler. Nos la han vuelto a meter doblada los vecinitos de continente. Caídos, de nuevo, por culpa del ‘euroninguneo’ generalizado. Tras practicar, a nuestra costa, un ‘bullying’ de charanga municipal y 40 principales. Volvieron a darnos gato por liebre eurovisiva.
Reinventando el foxtrot en pleno siglo XXI. Ese pasito de baile pachanguero en bodorrio por lo civil contiene, en sí mismo, una cuestión de orgullo. Nobleza baturra en la noche de las banderitas largas. La gran final de Eurovisión, reconvertida por obra y gracia de la Orden del Santísimo Ikea, en un largo, tortuoso y bostezante videoclip recién salido de Kiss TV.
Eurofans al borde de un ataque de dermatitis seborreica. Noche de mangoneo generalizado, la del pasado sábado, en todos los televisores de Europa, con unos Julia Varela y José María Íñigo que apenas podían explicar la torticera forma en que nos estaban robando la cartera. A punto estuvieron de ganar el festival la china filipina, disfrazada de Björk garrafonera, que cantaba en nombre de Australia (¿qué pintaba Australia en una final de Eurovisión?) o el polaco, un cruce fantasmagórico entre Pablo Iglesias y Tino Casal (¡qué melena!, ¡qué bigote!, ¡qué hombreras!, ¡qué actitud!). Sin embargo, al final cundió la eurosensatez y se llevó el premio gordo (un horrible micrófono de cristal que ni comprado en Lladró) la representante de Ucrania con una canción antiestalinista compuesta en tártaro de Crimea e interpretada en homenaje a la bisabuela de la artista.
Merecido, sí. Aunque de lo más paradójico. Gana una Eurovisión en la que queda patente que el inglés chocarrero y de pandereta es la lengua común del continente, un tema en tártaro. Muy de salsa tártara es todo esto, sí. Canta casi todo el mundo en inglés. Menos los austriacos, que lo hacen en francés. Que alguien me explique dónde quedó aquella Eurovisión de nuestra niñez entendida como ‘party-line’ multicultural montada en torno a la hipnótica hoguera que emitían las teles. Un guateque en riguroso directo en el que cada país concursaba con su lengua respectiva. Aquello sí que era un mosaico y no la tontuna por la tontuna ‘pseudokitsch’ que facturan ahora, en la que todo, o casi todo, parece un plagio de la MTV y está montado para expoliarnos a tantos céntimos de ‘lerel’ el minuto de llamada.
Lo clavó Sir Ian McKellen, el genial actor, cuando en un gag de lo más chanante le confesaba a su colegui Derek Jacobi: “Esta parece la noche más larga de mi vida. ¿Cuándo tiempo llevamos viendo esta final?”. “Cinco minutos”, le respondía Jacobi, con cara de teleñeco. Y ahí estábamos todos representados.
Mientras tanto, perecía España. Relegada al puesto 22. Por culpa de un ataque de caspa letal. Y se empeñaba Justin Timberlake en demostrar, mirando al tendido, que el sueño de la sinrazón europea produce monstruos filipinoaustralianos que componen, tocan el piano, se pirran por los tatuajes y los videojuegos chorra, y, para más inri, cantan en riguroso inglés. ‘Say bluf!’.