Sagrillas (Segovia), a tantos de tantos
Querido Carlitos:
Nieto de mis entretelas, pequeñín mío, te pongo estas líneas para informarte de que continúo aquí, recluida voluntariamente en el búnker del pueblo, mientras siguen haciéndome pruebas para ver si, finalmente, pueden dar con la razón de mi extraña dolencia. Hoy, de hecho, se han presentado unos científicos de la Universidad de Wisconsin-Madison (Estados Unidos) para hacerme la prueba del carbono 14 e intentar así, de tan curiosa manera y mediante lo que ellos llaman datación por radiocarbono, averiguar, con precisión matemática, mi verdadera edad.
Te diré, para que no te asustes, ya que tú siempre has sido un poco alarmista, que a falta tan sólo del análisis de sangre final y de dos o tres tontunas más, me han asegurado que, desde su experiencia con algunos huesos de dinosaurios, la cosa puede oscilar entre los 174 y 213 años de edad. Ellos conocen esta enfermedad como el mal de Jordi Hurtado. Consiste en no envejecer como el resto de los mortales. Pero no te preocupes, mi sol, porque no es grave. Lo peor de todo, eso sí, es acostumbrarse a vivir con el DNI caducado.
Por lo demás, todo bien. En orden. Aquí sigo. Con la extraña sensación de que toda nuestra vida familiar ha sido una completa engañifa. Y todo por culpa de tu padre, ese Antonio Alcántara a quien cogería ahora mismo del bigote para arrastrarlo por toda la región untado en brea, y de la estúpida de mi hija, Merche, por haber permitido a mi yerno llegar tan lejos en sus triquiñuelas y desvaríos.
Tres millones, Carlitos. Tres millones de euros defraudados sólo en los años no prescritos. Eso es lo que dicen Montoro y los suyos. Tres kilos. Y a mí me seguían obligando a freír croquetas como si tal cosa. A lucir vestidos comprados tras un pugnaz regateo en el mercadillo de los sábados. A vivir como si fuésemos pobres de solemnidad.
No, si la cosa empezó a torcerse aquel día en que, de la noche a la mañana, cambiaron a tu hermana Inés por otra chica, completamente distinta, y pretendieron, tanto tu padre como tu madre, que siguiésemos con nuestra vida como si no hubiera pasado nada. Una locura que no supimos parar a tiempo, pequeño mío. Sobre todo, porque, a partir de ahí, fue cuando las cosas empezaron a complicarse demasiado.
Nuestro pisito del barrio de San Genaro empezó a llenarse de gente extraña siempre enredando por los pasillos con cámaras y micrófonos. Tampoco era muy normal, nieto de mis amores, que acabásemos envueltos en todos los atentados, incendios y demás siniestros que conforman la historia de este país. No había salsa en la que no mojasen los Alcántara el chusco de la inoportunidad. ¡Joder, si es que no nos perdimos ni el incendio de la discoteca Alcalá 20!
Es más, yo a tu puñetero padre juraría que le he visto haciéndose pasar por otra gente. Por aquel mítico ladrón que llamaban El Lute. Por Anacleto, agente secreto. Por el hijo del derrocado emperador de Tirán en una película de Almodóvar. Pero si he llegado a verle hasta presentando un programa de televisión, junto con su hermano Miguel, en el que lo único que hacían ambos era comer a dos carrillos por todos los rincones de España. Para más inri, llegó el tío a publicitar, con todo el morro del mundo, a la Agencia Tributaria. Nunca podré perdonarle.
Poco más te cuento, corazón mío, para no cansarte con mis lamentos de vieja medio loca y bicentenaria. Confío en que todo te vaya bien, mi pequeño Carlitos, y en que se te haya pasado esa hipersexualidad que convirtió tu pubertad y juventud en un infierno que sólo pude mitigar a base de collejas y toneladas de bromuro con las que rebozaba tus filetes de pollo.
De tu abuela, que aún te quiere y que confía en poder hacerlo un par de siglos más, TVE mediante.
Fdo.: Herminia López Vidal