‘Crímenes imperfectos’. En La Sexta. Sorprendí ayer por la mañana a mi hijo pequeño Teo, de diez años, embobado frente al televisor. Se estaba tragando, de tirón y sin pestañear siquiera, tres entregas de esta serie documental en la que se reconstruyen homicidios ochenteros y noventeros que, aparentemente, fueron llevados a cabo de manera impecable. “¿Pero se puede saber qué coño haces viendo esto, hijo?”, le pregunté, escamado. Y él me contestó, sin apartar la mirada del LG: “Son asesinatos de verdad, papá”. Como si con ello fuese a quitarle gravedad al asunto. Son de verdad. Sí, tan reales como la vida misma. Aunque estén un poco desactualizados y, así contados, parezcan salidos de una ficción propia de un filme de los Coen.
Mi primera reacción fue ordenarle zapear un poco para encontrar algo más adecuado mientras repasaba, para mis adentros, el árbol genealógico del responsable de programación estival de la cadena sextina. Pero opté por sentarme a su lado para comprobar cómo encajaba, un chaval de diez años en pleno siglo veintiuno, algo así. Al fin y al cabo, lleva toda la razón del mundo. La verdad está ahí. La realidad, reconvertida en ficción catódica, es eso: la reconstrucción, mediante imágenes, de crímenes imperfectos. Si nos fijamos con atención, cualquier telediario repite, cada mediodía, exactamente lo mismo. Reproduce la violencia añadida del momento.
A su edad, no salía yo de ‘La abeja Maya’, ‘Heidi’, ‘Marco’ y demás dibus sensibleros. Tendría que fallecer Franco, el Caudillísimo, para que me replantease por primera vez la muerte frente a una pequeña pantalla. Las cosas han cambiado un poco. El código no es el mismo. Hablamos distinto idioma. La programación infantil, pura y dura, ha acabado siendo aparcada en los tres o cuatro canales temáticos que aún quedan por ahí. Se mueven ahora los niños entre prolíficos matones a sueldo, tiros de gracia y amantes despechadas como pezqueñines dentro del agua de una piscina infantil. Lo ven como parte de una literatura propia, y sin papel, para la que sólo es necesario parpadear. Moteles baratos. Sudaderas con gotas de sangre. Interrogatorios. Cabellos. Vello facial. Polis corruptos. Es lo real teleirreal. Una cotidiana novela negra.
Foto de archivo de un tipo con gafas, bigote y fonendoscopio al cuello. Voz en ‘off’ de lo más ceremoniosa: “Un doctor de intachable reputación había sido agredido brutalmente en su domicilio. Investigadores descubrieron que el número de llamadas en la zona del domicilio de la víctima había aumentado sustancialmente pocos segundos después de que se produjera el crimen. Esas llamadas, seguidas por un sofisticado programa informático, desenmascararían una conspiración internacional…”. Ahí estaba yo ayer. Sentado junto a mi hijo pequeño. Replanteándome mi propia paternidad. Con la sensación de que, en cualquier momento, la policía del decoro y las buenas costumbres entraría dando gritos en el salón para quitarme el carnet de padre. Dándole vueltas al coco y pensando en las diferencias reales que hay entre el asesinato del pobre doctor Davidson y cualquier episodio de ‘Bob Esponja’.
Y lo peor es que no encontré ninguna, puesto que todo se ve, desde el otro lado de la tele, como una inmensa mentira. Pura ficción. Y nos da igual que se base o no en hechos reales. Lo definió mucho mejor una de las investigadoras implicadas en el caso del doctor Davidson: “Era como estar viendo una película mala, pero era real”.
Esa es nuestra televisión actual, nuestro mundo: una peli mala, pero real. Hasta los niños de hoy lo sienten así. Han aprendido a convertir ciertas realidades en una película mala. No sé hacia dónde nos llevará eso. “Si vas a cometer un crimen, has de tener en cuenta la tecnología moderna”, nos recomendó un policía. Teo, mi hijo, me dijo: “Esto empieza a ser aburrido. ¿Quieres que ponga otra cosa? ¿’Hora de aventuras’ o ’Historias corrientes’, qué prefieres?”. “Me da igual, cariño. Lo que tú quieras”, le respondí. E intenté recordar, en vano, cómo era yo a su edad, cuando, como ahora hace él, veía pasar esta mierda de vida frente al televisor… Y descubría así que la muerte formaba parte de ella. Una parte indispensable y pugnaz.