Un reloj de plástico de Schweppes en la pared marca las tres y cuarto de la tarde en el bar de Pedro. Los azulejos de alrededor tienen algún que otro churrete de grasa visible a la luz. A veces, para disimular, hay un cuadro del Real Madrid, de esos de cristal y un papel de aluminio debajo, tapando el “estucado de sebo” de las paredes.
Claro, la cocina siempre está hasta arriba de boquerones rebozados, oreja a la plancha, patatas bravas, calamares a la romana, croquetas y paella, si es domingo y si Luisa, la esposa de Pedro, está de humor.
A estas horas están poniendo cafés y copas de orujo de hierbas a los clientes que miran la tele, en concreto los resúmenes de la jornada de liga del pasado fin de semana. Otros están más ocupados con la tragaperras o hasta los hay que están fumándose un cigarrito fuera, en la calle.
Esas mismas personas que hace un rato han aparecido en el bar, volverán por la noche y a buen seguro que se dejarán caer durante el fin de semana para picar algunas raciones y tomarse algo con la familia. Los sábados al medio día no falta nadie. Si es verano o hace buen tiempo, Pedro saca las mesas y pone la terraza. No tarda en llenarse.
Llevan cerca de cuarenta años con el negocio, y aunque han tenido malas rachas, nunca se han visto obligados a bajar el cierre. También es verdad que están en una zona buena de la ciudad, pero hay más tascas alrededor que no han sobrevivido o están agonizando. ¿El secreto? Ninguno, salvo el de no perder las costumbres de las tapas generosas con cada consumición.
Nada de patatas fritas de bolsa o frutos secos. En el bar de Pedro y Luisa se sirve jamón y queso en un platito o un quinteto de gambas cocidas (con hoja de laurel incluida). El suelo estará lleno de cabezas de este crustáceo y de servilletas y mondadientes. Hay papeleras, pero suerte es que estén un poco llenas de desperdicios.
Más que nada porque nadie se propone apuntar bien, si es que hacen el intento. Pero es una tradición que lleva años pregonándose por los bares, tabernas, tascas, cervecerías, cafeterías y bodegas de toda España. Hasta el jaleo y los golpes en la mesa cuando toca partido es algo que está dentro de lo normal.
Siempre atendiendo igual durante estos casi cuarenta años. De hecho, a comienzos del 2007 empezaron a tener ofertas muy llamativas en la carta, como dos hamburguesas con seis botellines (con y sin alcohol). Muchos de los aperitivos son recetas de la madre de Pedro que ahora ha heredado su nuera, aunque algún que otro año prepara migas para todo un regimiento. Si Pedro y Luisa anuncian migas en la pizarra, el bar se llena hasta reventar.
Gracias a esta técnica de marketing, al local no le faltan clientes. Cerca, además, hay una sala de fiestas que le da mucha vida con la llegada de chavales con ese gusto por el pre-concierto. Arman bullicio, pero el matrimonio regente no tiene queja alguna. Todo lo contrario.
Llevan varios años, largos ya, hablando del auge de los “bares de toda la vida” o de los “bares de abuelo” porque se han vuelto más asequibles. Bueno, en realidad nunca fueron más o menos asequibles, sino que fueron más atractivos, en términos económicos, frente a las nuevas tabernas o a los gastrobares y otros lugares más contemporáneos y con otros estilos. No mejores o peores, sino diferentes.
Es posible que no exista la finura en la decoración o que la presentación de las tapas y de las raciones no sea la más elegante, pero ahí está el encanto de estos sitios, con sus ruidos y su vida. Una oda a los bares que Pepe Rubianes describió con su monólogo de Eleuterio el camarero. Simple y sencillo, pero contante y sonante.