El Palazzo Pitti, construido en 1458, fue encargado por el banquero florentino Luca Pitti, amigo de Cosme ‘El Viejo’, para luchar en esplendor con los edificios que la familia Médicis iba construyendo en la ciudad. Pero hasta que no fue adquirido por la propia Leonor de Toledo, duquesa consorte de éste último, no llegó a ocupar el lugar que merece (y merecía). Leonor, de la misma forma que hace Alessandro Michele, tenía un ojo único para convertir en arte todo aquello que se metía en su cabeza. Y es que, si algún calificativo debemos darle a la última colección de Michele en Gucci es, sin duda, ese: puro arte.
El mismo que llena la Galería Uffici y que fue el exclusivo aperitivo de un desfile Crucero 2018 que se desvelaba al atravesar el mítico y secreto Corredor Vasari, que conecta directamente con el propio Palazzo. Obras maestras de Rubens, Tintoretto, Velázquez o Caravaggio se situaban como espectadores de fondo de un show que el propio Michele anunciaba hace apenas dos meses y que le ha permitido “estar directamente conectado” con esa época que, para Gucci, le es propia.
La colección se llama Antianatomy y, en palabras de Michele, “es el corazón y alma de los orígenes de Gucci”. La firma italiana tiene su base en Florencia, donde nació en 1921. Una intensa relación con la ciudad que se afianza con el proyecto cultural Primavera di Boboli, -exacto, al igual que los jardines del siglo XVI que rodean el magnífico Palazzo Pitti-, y en el que ha invertido ya cerca de dos millones de dólares.
El desfile de Gucci comenzó con una serie de camisetas con unos eslóganes que, tengamos claro, se convertirán en el nuevo grito de Instagram: Guccify Yourself, Guccification y Guccy, que encabezaba vestidos y sudaderas que, además, sumaban el logo de la marca. Y es que, para Michele, el monograma de Gucci es el símbolo más poderoso y decorativo de la casa.
Un total de 115 salidas con las que el diseñador ha seguido explorando esa relación entre fauna y flora, con elementos estampados o bordados y que ya ha convertido en algo suyo. Prendas que continúan abrazando esa excentricidad tan suya y que su amigo Jared Leto dejaba claro al inicio del desfile. El actor, el primero en llegar, sorprendió con un abrigo de piel rosa, pantalones amarillos y una camiseta con una abeja estampada que parece abdicar en su reinado, dando paso al tigre, el dragón y, por encima de ellos, al lobo.
Mezclas increíbles que cuentan una historia perfectamente hilada con joggings vintage combinados con camisas de volantes, ricas texturas y toda la ornamentación que cabe en un diseño. Desde las doradas coronas de laurel (abrazando las cabezas de los modelos o estratégicamente llevadas en sus manos) hasta arreglos de perlas que recorren el cuerpo o dedos bañados en tinta negra.
Chaquetas de béisbol reversibles o camisas de franela de cuadros para ellos y largos vestidos de seda para ellas. Ropa deportiva que se confecciona en satén, chaquetas con flecos cowboy y mucho lúrex dorado. Trajes de cuadros de inspiración inglesa, sudaderas de táctel y turbantes muy al estilo de Sunset Boulevard, porque es la ciudad de Los Ángeles la línea que subyace a la colección. Todo es posible en Gucci.
Propuestas abigarradas que, a priori, no tienen sentido ninguno, pero que se ordenan una vez que escuchas el grito que subtitula la colección: Renaissance rock ‘n’ roll! (Renacimiento Rock ‘n’ Roll). Así, Michele pasa de ser director creativo a un historiador privilegiado de Gucci y Florencia.
Y es que la ciudad, al igual que la marca, es aún metrópoli fascinante de un pasado que nos conecta con una de las características propias de la marca: cuando algo es bello porque sí. Irreverencia, cursilería y elementos clásicos que definen un Renacimiento en pleno auge, ese mismo que la familia Médicis nos regaló (ellos nos trajeron a Leonardo da Vinci y Miguel Ángel), dejando uno de los mayores patrones artísticos de la historia. Y Gucci demuestra que es digno heredero de ese esplendor.