"Solo dos palabras cambiaron mi vida para siempre: Distrofia muscular", con esta frase tan concisa comienza Isabel Gemio (57 años) el relato de Mi hijo, mi maestro: una historia de amor y dolor jamás contada, el libro en el que narra la lucha contra la enfermedad de su hijo Gustavo (21).
La periodista adoptó a este joven de mirada oscura y sonrisa impertérrita el 17 de julio de 1997 en Guatemala, tras un largo proceso de adopción en el que tuvo que superar numerosas trabas burocráticas. En ese momento, Gemio pensaba que lo más difícil ya había quedado atrás, pero años después descubría que su hijo sufría una enfermedad incurable. Un diagnóstico con el que comienza una lucha personal y familiar en el que los altibajos emocionales están servidos y en el que la constancia y el tesón de todo el clan quedan patentes.
El diagnóstico
Cuando Gustavo tenía poco más de un año, Gemio recibió el diagnóstico de la mano del doctor Morales: distrofia muscular. "A pesar de no conocer su significado, aquellas dos palabras sonaron en mi cerebro como un golpe oscuro. Sentí cómo mi alma caía por un agujero negro, y por unos segundos, la vida no estuvo allí, se ausentó de mi cuerpo. No es exageración, algo de mí murió aquel día". Era el 22 de septiembre de 1998.
Era un momento "triste, más que triste. Pero nos teníamos el uno al otro" y al otro pequeño que venía en camino. Cuando Gemio recibió la noticia estaba embarazada de Diego, su otro hijo. "Mi dolor era tan hondo que me preocupaba cómo esto repercutiría en mi bebé", aseguraba sobre esta situación, agravada porque su embarazo tuvo "contratiempos de principio a fin", hasta tal punto que los primeros meses le recomendaban reposo absoluto porque "sufría sangrados".
El doctor les comunicó que debido a la enfermedad que sufría Gustavo tendrían que hacerle más pruebas para conocer la gravedad de la enfermedad: electrocardiograma, biopsia, análisis genético...
"A los dos días le practicaron una prueba electromiográfica muy dolorosa que consistía en clavarle en sus manitas unas agujas que le hacían llorar desconsoladamente". Unos test que decretaron que la enfermedad era incurable: "La palabra INCURABLE, más que una palabra, fue una sentencia".
Concretamente, Gustavo tenía un defecto "del gen de la distrofina en el cromosoma X. Sin la distrofina, proteína que hace que los músculos funcionen, estos se atrofian poco a poco".
Un proceso lento pero constante
Con el diagnóstico vino la incredulidad por saber cómo iban a afrontar la enfermedad. Pero como cualquier niño había tiempo para las "cosquillas, besos y risas" que compartían en la intimidad de su hogar. Gustavo, muy joven, no era consciente de su enfermedad y disfrutaba de la vida como cualquier niño.
Pero debían trabajar poco a poco para su recuperación. Al principio Isabel llevaba al pequeño a fisioterapia en el gimnasio del pabellón del Gregorio Marañón, lo único recomendado para paliar ligeramente la atrofia de sus músculos, a pesar de los lloros del niño que no quería hacer los ejercicios.
La vida de Gemio también cambió: "De repente, tus compromisos sociales, tu ocio, las cenas con tus amigos, tu vida de pareja, tu relación con el mundo se transforma, porque ya nada es igual, ni tú misma eres la que eras". Sus relaciones con el mundo y consigo mismo dieron un giro de 180 grados, sumándose en la "tristeza y cierta melancolía", aunque tratara de disimularlo con "aquellas personas que ignoraban la verdad de lo sucedido, que eran la mayoría, pero también con los más allegados".
Una sensación que, según deja traslucir en el libro, ha arrastrado a lo largo de su vida: "Mi parte más racional y lúcida me alertaba de que no iba por buen camino, dejándome llevar por la tristeza y la apatía", hasta tal punto que incluso padecía ataques de ansiedad, sobre todo al pensar en que el otro hijo que esperaba, Diego, pudiera tener problemas de salud.
"No me sentía preparada, lo evité durante muchos años, hasta que me di cuenta de que mi lucha no tenía por qué sufrirla en solitario y que el duro viaje era mejor hacerlo acompañada", porque hasta ese momento "el mundo veía a la triunfadora de la televisión. Y, a pesar de todo, no era más que una madre impotente y desconsolada que no podía gritar su desesperación".
Pequeños indicios, grandes problemas
Aunque ya conociera el diagnóstico, a Isabel Gemio le costaba asimilar que su hijo fuera diferente a los demás: "En un principio yo no quería ver que en realidad mi hijo nunca corrió como cualquier niño de su edad. Si lo intentaba, se caía con facilidad. No subía unas escaleras sin esfuerzo, era evidente".
Estos pequeños indicios terminaron convirtiéndose en grandes problemas con situaciones tan cotidianas como las actividades extraescolares: "Se acabó la infancia de Gustavo cuando me preguntó por qué él no podía jugar al fútbol o correr como los demás niños [...] A menudo los hijos nos hacen preguntas cuya respuesta desconocemos, pero la de Gustavo buscaba un consuelo que calmara su rabia por verse diferente a los demás, que corrían y jugaban con el balón, a veces a lo bruto. Y él se sentía débil y temeroso de que le hicieran daño".
Otra de estas duras señales fue su expulsión del primer colegio al que iba desde párvulos: "Fue doloroso para él y para mi, porque estaba totalmente integrado y feliz en un entorno ya conocido, familiar y de buenos amigos".
Pero fue un cambio para bien, según la periodista, ya que en el colegio de Algete (Padre Jerónimo) encontraron el "lugar más idóneo para que se integrara como un alumno más". Una situación que se prolongó hasta que sus dificultades motoras evidenciaban sus diferencias con el resto de sus compañeros, sobre todo en el recreo: "Gustavo estaba sentado solo en una parte del patio [...] Aquella mirada perdida encerraba la soledad más triste que existe".
Todos estos detalles le afectaron hasta el punto de que dejó de creer en Dios: "Sin venir a cuento, soltó: 'Mamá, ya no creo en Dios'. 'Por qué ese cambio, cariño', le pregunté. 'Porque si existiera, yo no tendría esta enfermedad'".
Pero Gustavo e Isabel no estaban solos en esta lucha. Diego, el hijo menor de la periodista, fue uno de los grandes apoyos: "Mis dos hijos formaron una alianza que iba mucho más allá de la sangre y la genética". Tal pilar que "Diego asumió un papel de excesiva responsabilidad desde muy temprana edad", como el no subirse a las atracciones porque Gustavo no podía.
Largas estancias en los hospitales
Una de las partes más duras de la enfermedad era el trato por parte de los médicos, a los que Isabel Gemio les achaca falta de humanidad. "Oíamos expresiones como: pérdidas de fuerza global de las piernas, pseudohipertrofia de gemelos, leve macrocefalia, posibilidad de cirugía de talón de Aquiles. Hablaban en voz alta delante de mi hijo como si este no pudiera comprender lo que oía".
En primaria, cuando tenía cerca de ocho años, Gustavo tuvo que ser operado del talón de Aquiles, una intervención que le daba auténtico miedo y que no obtuvo los resultados esperados. Gemio tuvo que hacer frente a la decepción en su mirada tras descubrir "que no tenía fuerza para ponerse de pie sin ayuda [...] Esa fue la primera vez que vi quebrada la alegría". Lo bueno es que a partir de ese momento pudo "dar pasos ayudado por la prótesis".
Pero esta mejora a la hora del andar duró poco tiempo, y terminaron necesitando una silla de ruedas. Con solo once años recibió su silla automática que recibió feliz y entusiasmado porque "podría hacer carreras y derrapar". Gustavo trataba ver el lado bueno de las cosas, pero su situación no era fácil y a Gemio le superaba que "jamás su esfuerzo se ve compensado, la enfermedad no se detiene, y el más que nadie lo comprueba y lo sufre" es él.
A los quince años Gustavo tuvo que ser intervenido de nuevo, para ser sometido a una operación de escoliosis para enderezar su espalda y porque sus pulmones estaban perdiendo capacidad respiratorio, entre otros problemas que les obligaban a pasar largas estancias en los hospitales.
Toda esta lucha, personal y familiar la llevó a fundar en 2008, y tras consultarlo con numerosos expertos, la Fundación Isabel Gemio para la "investigación de distrofias musculares y otras enfermedades raras". Una manera de poner su granito de arena en esta lucha y que también ha ayudado a la periodista a comprender y superar mejor la enfermedad.
Carol, su amor y mejor apoyo
Hace varios años Gustavo encontró a Carol en un centro de Vallecas al que va desde hace tiempo. Una joven que se ha convertido en su gran amor y en su mejor apoyo: "Se ha enamorado y es correspondido". Comenzaron poco a poco y al principio se lo ocultaba a su madre, pero Gustavo no podía guardar el secreto mucho más tiempo porque su Gemio conoce "todas sus cosas".
Carol acude al centro de Vallecas porque "tiene pequeñas secuelas por un ictus que le dio", unas dificultades que no le impiden "llevar una vida normal, pasear, hacer la comida, ayudarme con lo que necesito, y yo le ayudo a ella siendo su memoria cuando algo se le olvida", según le relataba el propio Gustavo a Gemio.
Encontrar a Carol ha sido algo positivo para la periodista, que ahora sabe que su hijo tiene un gran apoyo, y para el joven: "Desde que conoció a Carol ella es el centro de sus días y sus anhelos. Todo tipo de recados, revisiones hospitalarias, ir de compras, a la peluquería, todo lo realiza acompañado por ella".
Gemio, por su parte, ha conseguido aceptar la enfermedad y volver a recuperar su "libertad" y su "vida". Aunque siga resultando duro ver cómo su enfermedad avanza, lenta pero constante, este libro le ha servido para relatar "una historia de amor y dolor jamás contada".