A comienzos del siglo XX, tras el desastre del 98, se consideraba que el régimen de la Restauración estaba agotado. La corrupción, el caciquismo, el falseamiento electoral, la distancia entre la España “oficial” y la “real”, la cuestión social, el agotamiento de los partidos tradicionales y la irrupción de otros con una “nueva política” dejaron al régimen inmerso en una crisis de legitimidad, representación y funcionamiento. El turno entre dinásticos, certificado en el Pacto de El Pardo, había muerto. Era preciso, decían todos, cambiar el régimen para regenerar el país. En esa regeneración intervinieron y fallaron todos: el rey, los partidos dinásticos, los emergentes, y los intelectuales. No todo fue una pendiente inevitable hacia la dictadura: hubo varias opciones y se eligió la peor. La comparación, que no equiparación, de aquella crisis de régimen con la actual no puede dejar indiferente a nadie.
Regeneracionismo: la crítica sin construcción
El discurso regeneracionista tuvo éxito en España hace cien años; al igual que ahora. Creó un Zeitgeist; es decir, un espíritu general que influía en cualquier aspecto de la vida pública. Esto se debió a que una buena parte de los intelectuales y creadores de opinión interiorizó la idea de que España no seguía la senda europea, que el régimen era un tremendo fraude corrupto, y que había que reconstruir el país sobre nuevas bases.
A pesar de esto, la España de entonces no era ajena a su tiempo: el régimen de la Restauración era homologable a los europeos, y los problemas y reformas que se planteaban aquí eran las mismas: la democratización, la corrupción, la modernización de los partidos, el papel del Estado en la economía, o la reforma constitucional.
Las sociedades, también la española, estaban confundidas por la destrucción o amenaza a las tradiciones, y el impacto de los discursos nihilistas y revolucionarios. Esto se debía a que en aquel comienzo del siglo XX el ambiente y la mentalidad estaban marcadas por la desconfianza o el desprecio del mercado debido a la crisis económica, la descalificación del individualismo y la sublimación de la comunidad, el desprestigio del parlamentarismo y el liberalismo, la crítica a la clase política por corrupta y privilegiada, el auge de los populismos nacionalistas y socialistas, y al estatismo en versión autoritaria o totalitaria.
Las emociones sustituyeron a la razón en la política, y la superficialidad de las propuestas constructivas contrastaba con la contundencia del “abajo lo existente”. Era preciso derribar para crear un poder público que transformara las relaciones sociales guiado por la justicia social y la distribución de la riqueza. La preocupación liberal por el principio de consentimiento, la contención de las instituciones, y la garantía de las libertades dejó paso a la idolatría del Estado, un instrumento convertido en objetivo y fin para reconstruir la comunidad. Los partidos tradicionales y “su” parlamentarismo quedaron denostados y eclipsados por los nuevos, que traían esperanzas de regeneración profunda. El culto a “lo joven” y la exaltación de la diferencia generacional se convirtieron en argumentos políticos. El Estado liberal, decían, era una fórmula de otros tiempos cuyo anacronismo generaba todos y cada uno de los problemas.
La generación del 14
Si bien España no participó en la Gran Guerra, sí estuvo influida por las mismas corrientes intelectuales e inquietudes desde 1914. Pero, a diferencia de otros países, aquí hubo mucha crítica y poca propuesta completa y meditada.
Joaquín Costa dio una vuelta de tuerca reforzando el discurso nihilista: no propuso una verdadera representación que pudiera llamarse democrática como motor de la Regeneración, sino un “cirujano de hierro”. Ortega, a pesar de que dio el aldabonazo con su conferencia de 1914 “Vieja y nueva política”, y de que insistió en la equiparación cultural con el resto de Europa, no realizó un análisis político de la relación entre el liberalismo y la democracia, la articulación de la política de masas en un régimen de libertades, ni la idolatría del Estado y los peligros que la acompañaban.
La España regeneracionista era una colección de grandes críticos y descriptores de lo existente, terreno abonado para el populismo, pero yermo en ideas meditadas, contrastadas, profundas y positivas. La literatura regeneracionista y crítica ahogaba las librerías, pero se repetía peligrosamente.
La generación del 14, cargada de adanismo, incluidos Ortega y Azaña, describía una España fuera de la civilización europea, y sostuvo que el atasco del régimen de la Restauración era el fracaso rotundo del liberalismo. Debía abrirse paso una “nueva política” que ajustara cuentas históricas con “la vieja”, sobre la base del igualitarismo y la justicia social. Resonaba ahí “La política antigua y la política nueva” de Giner de los Ríos y la idea de las dos Españas, la joven y la vieja, de Costa y Maeztu.
Se enrocaron todos en una actitud meramente crítica, y reinterpretaron la historia de España para ajustarla a su discurso de derribo de lo existente. Estos regeneracionistas creían que el país, al ser tan arcaico, era inmune a los totalitarismos de la época. La nueva Política era, como señaló entonces Adolfo Posada, el arte de fortalecer el Estado como instrumento imprescindible y protagonista de la transformación social.
Estos hombres pensaban que vivían en tiempos críticos, pero no solo por el país, sino en un sentido casi ontológico. Azaña escribió en 1910 que se vivía una “crisis de civilización”, donde “todo está en cuestión y todo está en crisis”. No se limitaban a denunciar la “degeneración” de la España invertebrada, sino que estaban resueltos a participar en política, en comprometerse y asumir una responsabilidad. Así, junto a la insistencia en que era precisa una “pedagogía social desde arriba”, hicieron de políticos. Si bien coincidieron en la necesidad de regeneración, e incluso en el accidentalismo de las formas de gobierno, no evolucionaron de la misma manera. Ortega se situó en un liberalismo aristocratizante que distorsionaba el advenimiento de las masas a la política, mientras Azaña prefirió un democratismo radical cercano a los socialistas. Todos fueron reformistas hasta que decidieron que la única salida era la ruptura con el régimen.
Los dos regeneracionismos de hoy
Ahora, cien años después, ese regeneracionismo ha resucitado, y se vuelve a hablar de “nueva política” y de liquidar lo viejo. Es el nuevo Zeitgeist, el espíritu que ilumina los mensajes y las políticas, bien alimentado por la acción de los medios de comunicación. Hoy, los que buscan la regeneración a través de la ruptura, Podemos y los periodistas y escritores que les apoyan contraponen la democracia liberal a la democracia social, que posterga la libertad a la igualdad y a la “justicia social”.
La nueva legitimidad del sistema democrático está para ellos, por tanto, en que el Estado redistribuya la riqueza de los particulares siguiendo el dictado del “partido de la gente”. El discurso populista está lleno de referencias al enemigo –la vieja política y la casta, ahora aliada circunstancial-, elogios al pueblo –compendio de todas las virtudes y eterno engañado-, y alusiones a la reconstrucción de la comunidad sobre valores colectivistas.
El adanismo inunda sus propuestas políticas, y la reinterpretación de la historia es la excusa de un discurso tan populista como vacío. De esta manera, el regeneracionismo rupturista hoy es, como hace cien años, la acumulación de críticas al presente, la reinterpretación del pasado para ajustarlo al discurso nihilista, y un proyecto lleno de vaguedades, sin un horizonte mínimamente construido, en un ambiente general de desprecio a las libertades, y de propuestas estatistas para reconstruir la sociedad. Es un “abajo lo existente” sin esperanza real. En cambio, el regeneracionismo reformista que encabeza Ciudadanos se funda en una transición de la ley a ley, que adelgace el Estado, termine con los privilegios jurídicos de los políticos, y despolitice la justicia. Es un proyecto de reforma constitucional basado en el consenso.
Al igual que los regeneracionistas de antaño, los rupturistas de hoy incluyen la crisis española en una general, donde la quiebra del capitalismo y la democracia, según ellos, marca la dirección hacia decisiones osadas. Porque si la generación del 14 se refería a la hombría y a la valentía que debían impulsar las medidas políticas, no menores son esas menciones cargadas de testosterona entre los rupturistas que nos rodean. Si el siglo pasado era la mitificada Europa el ejemplo a seguir, hoy, la globalización y el río de información constante han desbaratado los ejemplos iniciales tomados por los populistas –Venezuela y Grecia-, quedándose en el utópico “otro mundo es posible” y en equivocadas menciones a la socialdemocracia nórdica.
Si Podemos está jugando el papel que el PSOE y el Partido Republicano Radical jugó en la crisis de la Restauración; Ciudadanos, con su empeño en que solo las reformas, que no la ruptura, regenerarán el país, se acerca a la posición del Partido Reformista de Melquiades Álvarez, tan cercano a la primera actitud de la generación del 14. Ahora bien, aquel regeneracionismo asumido por todos acabó traicionando la libertad, derribando el régimen constitucional, e introduciendo al país en una dictadura y una república mal planteada.
Ya hemos pasado por esto. Julio Camba escribió que en abril de 1931 el pueblo no votó “por entusiasmo republicano”, sino que lo hizo en “contra de todo un sistema que le tenía harto”. La república, decía, era un reconfortante moral “mientras no la tuvimos”, pero “ahora que la tenemos, ahora ya no nos queda salida ninguna”. La regeneración acabó en un república como contrapunto a una España vieja y agotada, a la que era preciso voltear, y “a cambio de esta ilusión –escribió Camba-, no nos ha dado ni la menor partícula de realidad”.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.