Soy consciente del cliché, pero también me parece verdad. No dejaré que los terroristas cambien mi vida. Cada día paso por la parada de metro de Maelbeek para ir al trabajo, más o menos a la hora en que el kamikaze se hizo estallar. Casi cada semana, miro las pantallas en el vestíbulo del aeropuerto de Zaventem antes de coger algún vuelo. Como la mayoría de belgas, cuando reabran, volveré. No dejaré de disfrutar de los pequeños encantos secretos de la capital de la Unión Europea. No renunciaré a los placeres de la buena comida y bebida, que a ellos les deben de parecer vicios frívolos y decadentes.
Así que mi pequeño acto de resistencia esta semana -lo sé, perfectamente inútil- es salir en busca de un nuevo restaurante recomendable en Bruselas. Mi acompañante y yo cenamos en el Crab Club, un local especializado en marisco en la parte más hípster del barrio de Saint Gilles. Abrió sus puertas en septiembre. A los amigos bruselenses os lo digo ya: no os lo perdáis. Visitadlo antes de que sea imposible encontrar mesa o de que suban los precios, que ahora son prácticamente la mitad que los de los restaurantes mediocres del centro o del barrio europeo. Para empezar, vieiras crudas con limón y avellanas (16 euros).
El dueño es Philippe Emanuelli, que antes dirigió el Café des Spores, otro de los restaurantes míticos de Bruselas: las setas son la base de todos sus platos. Ahora se ha asociado con el chef Yoth Ondara, originario del sur de Francia. Su cocina mezcla las influencias mediterráneas con sus orígenes asiáticos. Se me saltan las lágrimas al ver que en el menú del día, escrito en una de las ventanas, tienen tellinas, que ya son difíciles de encontrar incluso en Valencia. A la plancha y con ajo y perejil. En una noche como esta no puede faltar tampoco el plato típico belga, los mejillones. Aquí con salsa de longaniza deshecha y tomate y sin frites.
El local es un antiguo garaje que ahora se ha reconvertido en un restaurante de aspecto industrial. Suelo de hormigón, muros de ladrillo, mesas de madera rústica, lámparas colgantes y grandes ventanales. Otra de las gratas sorpresas es la carta de vinos: botellas de origen exótico como Armenia o Japón. Elegimos un blanco de Tenerife, de las bodegas Viñátigo, que está espectacular. A mi acompañante y a mí nos encanta el arenque dulce marinado, con un toque ahumado y acompañado de ensalada de hinojo.
El plato estrella del Crab Club es por supuesto el cangrejo. Con cebolla caramelizada, ajo y pimienta verde, que le da un punto refrescante. Y con todo el instrumental necesario para romper la cáscara y acceder a la carne: las tenacillas y los garfios. Mi acompañante detesta todo el ritual quirúrgico, así que me tengo que encargar yo de la operación en solitario. Pero vale la pena. La carne es súper tierna y sabrosa.
En realidad ya estamos saciados, pero la camarera nos ha recomendado el pulpo caramelizado y no puedo resistirme. Al chef se le han acabado los tomates caramelizados de guarnición y nos propone sustituirlos por champiñones y espárragos. Menos mal que lo he pedido, porque al final es el plato favorito de mi acompañante. Brindamos por Bruselas.
Crab Club. 7, Chaussée de Waterloo, Bruselas. Restaurante de marisco con toques asiáticos. Precio: 132 euros para dos personas (con vino). Visitado el 23 de marzo.