La ópera que Hitler usó para engañar a la Cruz Roja
Dagmar Lieblová habla de Brundibár, la obra que cantó de niña en un campo de concentración y que se interpreta en Madrid.
5 abril, 2016 01:02Noticias relacionadas
- Las artistas mexicanas que disparan confeti contra el acoso callejero
- Georges Méliès, el hombre que hizo del cine un truco de magia hace 120 años
- Isabel II cumple 90 años sin entrar en política
- La ciudad de Palmira ante su futuro: ¿ruina o réplica?
- Natalia Ginzburg, la musa del VIPS
- Hay una actriz en España que lo hace todo
- “Parece que esperamos con resignación y placer que los refugiados mueran”
"¿Quieres verlo?", me pregunta. Claro. Sonríe como una abuela amable, se recoge la manga izquierda de su traje-chaqueta y me enseña el número que le tatuaron cuando llegó a Auschwitz en diciembre de 1943. El Estado alemán asesinó allí en una cámara de gas a su padre, a su madre, a su hermana, a sus tíos y a sus primos.
Ella se libró por una incompetencia administrativa. En 1944 la burocracia alemana necesitaba mano de obra esclava para recoger los escombros en Hamburgo causados por los bombardeos aliados y buscó en los campos de exterminio a mujeres mayores de 16 años en condiciones de trabajar. Dagmar Lieblová tenía 15, nació en mayo de 1929 en Kutná Hora (entonces Checoslovaquia). "No sé ni cómo ni cuándo ni quién anotó en mi ficha de forma voluntaria o involuntaria que había nacido en 1925. El caso es que me salvó la vida. Yo no quería dejar a mi familia en Auschwitz-Birkenau, pero pensaron que tenía 19 años y no me dejaron elegir", recuerda.
Estamos en una sala de la séptima planta del Teatro Real de Madrid junto a un piano de cola. En la sala de cámara aledaña le esperan televisiones, prensa internacional y, un poco más tarde, el ensayo general de Brundibár, una partitura rescatada del Holocausto y compuesta por Hans Krása en 1938. El compositor judío estrenó la ópera en 1942 durante su cautiverio en el campo de concentración de Terezín, a 60 kilómetros de Praga. El Teatro Real la presenta por primera vez en España el próximo 9 de abril. Krása la tuvo que reconstruir de memoria y fue interpretada 55 veces con la ayuda de los niños del gueto. Lieblová era una de las niñas del coro.
Dagmar Lieblová tiene 86 años. Pasó tres años de su vida en campos de concentración. Creció en una familia bien de Kutná Hora, una bonita ciudad monumental de Bohemia Central. Su padre era un médico respetado. Disponían de vehículo, un Tatra, lo que no era habitual en los años 30, cuando había una única gasolinera en Kutná Hora. También tenían teléfono (su número era el 17), doncella y una buena educación, y pasaban las vacaciones de verano en los luminosos balnearios centroeuropeos.
Yo no quería dejar a mi familia en Auschwitz-Birkenau, pero pensaron que tenía 19 años y no me dejaron elegir
Con la ocupación alemana el 16 de marzo de 1939, llegaron los edictos antijudíos. Una prohibición siguió a la otra. A las familias judías les impedían salir de la ciudad, ir al cine, al teatro, a los restaurantes, a los parques públicos. Les prohibieron tener mascotas (ese supuesto amante de los animales que era Adolf Hitler estableció por ley el sacrificio de todas las mascotas de los judíos; ni siquiera permitió que las dieran en adopción). Arianizaron los negocios familiares judíos. Confiscaron sus bienes. El Protectorado de Bohemia y Moravia legalizó el robo por parte del Estado de joyas, obras de arte, instrumentos, radios y bicicletas de los judíos.
En 1940 Lieblová ya no podía ir al colegio. "Con 11 años tenía que cambiar de escuela y había hecho planes para reencontrarme con todas mis amigas después de las vacaciones de verano. Pero llegó el edicto y a mí me prohibieron la entrada. Al dolor se le sumaba la vergüenza: '¿Qué pensarán de mí?', me repetía".
En 1941 llegó la estrella amarilla con la palabra Jude escrita en negro a las solapas de su abrigo: "Nos entregaban una, las demás las teníamos que confeccionar en casa, lo que suponía una doble humillación". El 5 de junio de 1942 confinaron a su familia en Terezín.
Terezín era una ciudad fortificada por entero a la que la ocupación alemana convirtió en un gueto-campo de concentración.
No era un campo de concentración al uso, sino una prisión camuflada como ciudad. Una cárcel urbana que en septiembre de 1942 estaba poblada por 58.491 reclusos y donde hoy viven apenas 2.000 personas. Las habitaciones de las casas albergaban hasta 50 personas y estaban infestadas de chinches e insalubridad. Junto al gueto se encontraba la pequeña fortaleza, una antigua cárcel del Imperio Austrohúngaro donde encerraron en 1914 a Gavrilo Princip, el autor del atentado de Sarajevo que desencadenó la I Guerra Mundial. Desde 1940 ese edificio fue prisión para los presos políticos de la Gestapo.
El trabajo os hará libres
Aún hoy la fortaleza conserva el patíbulo en el patio con la horca de madera donde ajusticiaron a los últimos prisioneros deprisa y corriendo antes de la liberación del campo por el Ejército soviético. También tiene pintado a la entrada su Arbeit Macht Frei (El trabajo os hará libres): el lema nazi que oficiaba los campos de concentración alemanes e institucionalizaba el cinismo.
Para la mayoría de los reclusos judíos, Terezín era una escala hacia los campos de exterminio del este. De las 155.000 personas que vivieron o pasaron por Terezín entre 1941 y 1945, 35.000 murieron aquí. Hasta 83.000 fueron deportadas a los campos de exterminio.
–¿Sabíais adónde se dirigían los trenes que salían de Terezín? –le pregunto a Lieblová.
–Todo el mundo temía que el siguiente destino era peor que Terezín, pero nadie tenía pistas de lo que nos esperaba. En una ocasión leí un libro muy bien documentado de una superviviente en la que la autora escribe: "El mayor temor en Terezín era que nos enviaran a las cámaras de gas". Sin embargo, en Terezín la gente ignoraba que los transportes que partían al Este serían gaseados. Al menos mientras yo estuve allí. En el verano de 1943 llegó a Terezín un transporte de niños procedentes de Polonia. Se negaban a ducharse. Estaban aterrados y gritaban '¡GAS!'. Nadie entendía a qué se referían. Eran chicos de Bialystok. Ellos sí que sabían lo que estaban haciendo los alemanes.
Creo que ya había tenido mi primera menstruación antes de llegar a Terezín. Luego la perdí. En algún momento volví a tenerla de forma puntual pero todas la perdimos en esas condiciones
A Lieblová se le acabó la vida normal en Terezín. Le pregunto por su ciclo menstrual, quizá el mejor termómetro corporal para calibrar la presión a la que estaba sometida una niña de 13 años recluida en una judería marginada, con el miedo constante a unos transportes que salían de Terezín rumbo al Este y que nadie sabía adónde conducían, en un país ocupado, en plena II Guerra Mundial. "Creo que ya había tenido mi primera menstruación antes de llegar a Terezín. Luego la perdí. En algún momento volví a tenerla de forma puntual pero todas la perdimos en esas condiciones", explica.
Y se ríe y le brillan los ojos cuando le pregunto si tuvo problemas para recuperarla. "Bueno, he tenido tres hijos. Es verdad que cuando acabó la guerra y regresé a Checoslovaquia desde el campo de concentración donde me encerraron en Hamburgo, Bergen-Belsen, tuve graves problemas de salud. Pasé casi tres años ingresada por tuberculosis en el sanatorio de Žamberk".
En Terezín la educación estaba prohibida. Los niños tenían que formarse a escondidas. Como había muchos artistas y músicos, se desarrolló una eficaz y clandestina vida cultural. Por Terezín pasaron Petr Ginz, Hans Krása, Viktor Ullmann, Ilse Weber o Pavel Haas. Todos fueron asesinados en Auschwitz.
Los artistas organizaban lecturas poéticas, dibujaban para los niños (durante el mes de abril el Teatro Real expone una serie de dibujos facsímiles de los reclusos, tanto niños como adultos), hacían teatrillos de marionetas, conciertos, obras de teatro, óperas.
Los niños editaron revistas donde publicaron sus trabajos literarios. La permisividad que se ganó estaba justificada. Los nazis tenían un plan. Aparece en escena la ópera Brundibár.
Terezín, ciudad de vacaciones
Alemania, la expresión máxima de civilización y cultura, fue dirigida entre 1933 y 1945 por un régimen que mentía como un niño pequeño. Está la desmesura del holocausto, claro, esa dramática industrialización del asesinato de 11 millones de personas firmada por 15 altos dirigentes del Tercer Reich antes de almorzar durante la mañana del 20 de enero de 1942 en la Conferencia de Wannsee, en una mansión a las afueras de Berlín que hoy se puede visitar, como Terezín. Pero la mentira como herramienta cotidiana de trabajo aún choca, sobre todo cuando se emplea como lo hicieron los alemanes en el gueto de Terezín a partir de 1944.
Los nazis montaron un decorado donde no faltaban una piscina y un tiovivo para hacer creer al Comité Internacional de la Cruz Roja que se trataba de un asentamiento judío en perfectas condiciones
Desde finales de 1943 y hasta el verano de 1944 se trabajó en el embellecimiento de la ciudad (Verschönerung der stadt). Los nazis montaron un Show de Truman, un auténtico decorado donde no faltaban una piscina, un tiovivo, habitaciones con juguetes y hasta niñas de aspecto saludable que cantaban llevando cestas con fruta fresca para hacer creer al Comité Internacional de la Cruz Roja que visitó el gueto el 23 de junio de 1943 que se trataba de un asentamiento judío en perfectas condiciones. Nada de chinches ni de hambre ni de epidemias de tifus: una hermosa ciudad balneario. La Cruz Roja se lo tragó.
En el gueto se rodó incluso una película titulada Der Führer schenkt den Juden eine Stadt (El Führer regala una ciudad a los judíos), donde se escucha una voz en off en alemán describir el paraíso judío en la Tierra, una suerte de franquicia de Israel en pleno corazón de Europa Central. "¿Quién no querría vivir aquí?", dice mientras pasan las imágenes de una biblioteca con un fondo rico en clásicos, un hospital con jardín y conciertos de música clásica.
Lieblová no presenció este teatrillo porque la deportaron a Auschwitz con su familia en diciembre de 1943. Pero sí trabajó en el ensayo de la ópera Brundibár, que también formaba parte de la patraña nazi, y cantó en el coro en el estreno del 23 de septiembre. Durante la representación pasaba al mundo de la ficción: no tenía que lucir la estrella amarilla de David. "Y no tenía que pensar en el hambre, las pulgas que nos abrasaban, las enfermedades, los transportes al Este. Me hizo muy feliz. Para nosotros era como un cuento sobre la vida normal, sobre el mundo en el que se vendían bollos y helados, donde los niños iban a la escuela y no tenían que llevar una estrella".
En Terezín ocurrió una paradoja. Antes de llegar aquí, desde la ocupación alemana en 1939, compositores como Hans Krása y artistas como Adolf Hoffmeister, responsable del libreto de Brundibár, tenían prohibido crear música. Una vez en el campo de concentración y bajo custodia nazi sí que lo pudieron hacer.
Espero que regreses
Lieblová llegó a Auschwitz unos días antes de Navidad con 14 años. Su hermana pequeña tenía 11. Había oído rumores, pero no sabía lo que era una cámara de gas. "Cuando llegamos, después de que me tatuaran el número de cinco dígitos en el brazo, pasamos a las duchas. Recuerdo que una niña que había llegado en el transporte de septiembre me dijo: 'Espero que regreses'. No entendía lo que me quería decir".
En marzo gasearon a sus tíos y a sus primos. En julio, cuando la deportaron de Auschwitz a Bergen-Belsen en Hamburgo, sabía que no volvería a ver a sus padres y a su hermana Rita.
Recuerdo que una niña que había llegado en el transporte de septiembre me dijo: 'Espero que regreses'. No entendía lo que me quería decir
Los campos de exterminio fueron confeccionados por la Inteligencia alemana para matar de forma industrial a los prisioneros de dos maneras: de hambre –la mayoría murió de inanición– o con un desinfectante de ropa, el Cyclone B cristalizado que esparcían en las cámaras de gas camufladas como duchas. También ayudaban las enfermedades, las palizas y el frío.
Lieblová, que ha viajado hasta Madrid invitada por el Centro Checo, se encuentra ahora en el escenario del Teatro Real. Después de las entrevistas, va a presentar el ensayo general de Brundibár, con dirección de escena de Susana Gómez y bajo la batuta de Jordi Francés. Habla y los niños del coro de los Pequeños Cantores de la ORCAM la miran con ojos como platos.
"Para nosotros Brundibár representaba un cuento infantil sobre una vida normal donde el bien vence al mal", dice Lieblová. "Nuestro coro tenía que renovarse cada poco debido a los transportes a los campos de concentración. Desde los años 70, la obra ha viajado a Alemania, Rusia, EE.UU., Canadá, Japón... Me alegra que haya llegado a Madrid y a un escenario como éste. Es una ópera que está viva".