A mediados de los 90 era muy difícil pasar por una facultad de filosofía española sin toparse tarde o temprano con unos seres extraños conocidos como “buenistas”. Si te llevaba a leer los libros de su líder, Gustavo Bueno, este encuentro era un verdadero privilegio, una bendición que hoy, un día después de su muerte, no podemos dejar de agradecer. En una época gris dominada por la hegemonía (blanda, qué duda cabe) del pensamiento post moderno, Gustavo Bueno y sus excéntricos seguidores aparecían como una anomalía virtuosa, una especie de fabulosa secta o corriente subterránea (minoritaria pero irreductible) que te llenaba de verdadero amor por el saber, de filosofía.
La mayoría de los profesores convencionales de entonces, si lograban transmitir el entusiasmo por la filosofía como gran saber totalizador, lo hacían sobre todo venerando el pasado y lamentando el presente: los grandes sistemas de pensamiento ya habían sucumbido y no volverían a reinar. Enamorarse del edificio filosófico era ya entonces fundirse en un amor melancólico, era adorar un imperio decadente: desde Hegel no había grandes sistemas y la filosofía que aprendíamos en la facultad nos serviría (como mucho) para ser nosotros a su vez, administradores de un pasado glorioso, transmisores de un saber enorme de cuyo poder y jerarquía social sólo quedaban ruinas.
Gustavo Bueno era un filósofo vivo (publicaba sin parar) con un “gran sistema” propio (su materialismo filosófico) a través de cuyo prisma se podía analizar y comprender toda la realidad
En este contexto, cruzarte con el buenismo era una experiencia insólita, algo muy parecido a ver un fantasma del pasado paseándose por el presente: Gustavo Bueno era un filósofo vivo (publicaba sin parar) con un “gran sistema” propio (su materialismo filosófico) a través de cuyo prisma se podía analizar y comprender toda la realidad, incluidas las ciencias, la política, la religión y la economía. Una cosa insólita no ya en España, sino en toda Europa.
Buenismo en activo
En un punto, presenciar el “buenismo” en activo, para un estudiante de filosofía era como viajar en el tiempo hasta una época dorada anterior al siglo XIX. Si te adherías (y era difícil no hacerlo si llegabas a leer con atención sus libros) aunque fuera por unos pocos años, a su sistema de pensamiento, tenías la sensación de un poder inigualable. Leer minuciosamente todos los diálogos platónicos, o la Suma Teológica de Santo Tomás o estudiar los problemas filosóficos inherentes a la física cuántica te parecían entonces actividades urgentes, fundamentales, aquello a lo que había que dedicar la vida.
Todos los estudiantes de filosofía de 20 años verdaderamente vocacionales tienen pinta de nerds, pero “los buenistas” eran los más nerds entre los nerds. Gente que en su tiempo libre no solo leía a Aristóteles, a Spinoza o a Kant, sino también a físicos, matemáticos y biólogos soviéticos, a Porfirio, a Plotino y a Suárez (no el político sino el escolástico, Francisco). Cuando te topabas con un texto de Bueno entendías por qué eran así, y, qué duda cabe, te atraía: en los libros de Bueno, la ciencia, la política y la historia estaban vivas y eran esenciales. Desde la dimensión buenista, totalizadora, española, afirmativa y prepotente, era fácil (y maravilloso) despreciar a los filósofos crepusculares de moda en la época como Heidegger, Foucault o Deleuze.
Todos los estudiantes de filosofía de 20 años verdaderamente vocacionales tienen pinta de nerds, pero “los buenistas” eran los más nerds entre los nerds
Lamentablemente, como todo el mundo sabe, la vida sigue más allá de la universidad y después de haber viajado en el tiempo gracias a Bueno, uno se topaba con la realidad de que ahí fuera, los grandes sistemas filosóficos, por magníficos que parecieran, ya no tenían poder real. Bueno lo sabía y a pesar de haberse formado y forjado su sistema dentro del ámbito universitario, pretendió extender su actividad y la de su escuela afuera de la academia. Así, toda su última época incluye esas folclóricas apariciones televisivas en las que no se lo termina de distinguir bien de un genio loco, un quijote petiso, una especie de excéntrico siempre sobreexcitado porque no logra transmitir todo lo que sabe en esos pequeños bloques de tiempo audiovisual.
Sus últimos seis o siete libros son intentos de hacer frente a los “mitos” del presente (la izquierda, la derecha, el europeísmo, la felicidad, la cultura) para desenmascararlos haciendo un uso escéptico (un uso más blando y divulgativo) de su gran sistema. Es difícil pensar que este “sistema” no vaya a quedar al final más que como una anécdota, un punto extraño en la historia del pensamiento contemporáneo europeo, pero cualquier libro o glosario de Gustavo Bueno seguirá siendo una fiesta para el pensamiento, una invitación a leer y a saber más acerca de todo, una invitación enfática y altiva a la filosofía, una anomalía, propiamente.