Varias veces en los últimos meses he pensado en escribir artículos críticos sobre algún aspecto del feminismo actual y no lo he hecho por miedo. ¿Por qué tuve miedo? ¿Por qué tengo miedo (un poco) ahora mismo, mientras escribo este? ¿Por qué cuando expreso públicamente este miedo a escribir en tono crítico sobre algún feminismo todo el mundo comprende que tenga miedo y me recomienda incluso que me cuide mucho al hacerlo? Pareciera que una vez conquistado el sentido común, una parte del feminismo se ha convertido en una forma de matonismo discursivo. O de dispositivo normativo, inquisitorial.
En verdad se trata de la misma lógica dual, -emancipadora y represiva al mismo tiempo-, que modula todo el pensamiento “políticamente correcto”. En efecto, lo políticamente correcto constituye una nueva moral que de hecho remeda y mejora una vieja moral injusta y opresora, pero que al convertirse en dominante (al menos como discurso), procede a identificar toda disidencia, duda o crítica, como una inmoralidad intolerable que hay que reprimir.
Los privilegios arrogados
Pero creo que hay algo más, algo particular en el modo en que cierto feminismo normativo provoca miedo a discutir. Es algo que se ve mucho, por ejemplo, en los artículos de la persona detrás del nombre “Barbijaputa” y en la lógica de sus respuestas a cualquier tipo de crítica: la tendencia a sustituir el trabajo de la argumentación por la mera denuncia de los “privilegios” de quien enuncia la crítica.
Es sobre todo la condición de “privilegiado” la que convierte al interlocutor en un enemigo despreciable de la causa (puede ser por hombre, blanco y heterosexual, como yo mismo, o incluso por mujer no-pobre o no-débil). Así, la persona detrás del nombre “Barbijaputa” -o cualquiera que actúe según esta lógica-, a partir de la condición de “oprimida” se arroga la representación de “el feminismo” (como si sólo hubiera un feminismo) o “las mujeres” (como si todas las mujeres pensaran igual). Cualquier crítica que se le haga responderá en realidad no a unos argumentos (más o menos discutibles) del interlocutor, sino a su condición de privilegiado.
Correlativamente, será la condición de “oprimida” la que dará la razón al final a la persona detrás del nombre “Barbijaputa”. De hecho, ella misma acepta que cuando se la critica desde un lugar de mayor opresión que el suyo, entonces, sí, “agacha la cabeza”. No agacha la cabeza tanto ante las razones de su interlocutor (siempre sospechosas), como ante su condición de “más oprimido” que ella. Aquí estaría funcionando lo que otra feminista, Itziar Ziga, denomina con gran agudeza, un “carnet de opresiones por puntos”.
Palabra de Ginzburg
Pero este malestar alrededor de algunos discursos feministas inquisitoriales no es nuevo. En 1975, otra feminista, la escritora Natalia Ginzburg, escribía:
“En los movimientos femeninos me parece sumamente erróneo el espíritu de competición con el sexo opuesto y el espíritu de orgullo. La frase ser mujer es bello no tiene ningún sentido. En realidad, ser una mujer no es ni bello ni feo, o bien son las dos cosas, lo mismo que ser un hombre. Es erróneo descubrir unos motivos de orgullo, o unos motivos de humillación, en el propio nacimiento u origen o en la propia condición humana. Con respecto al hecho de ser judíos, es tan erróneo sentirse avergonzados como vanagloriarse de ello. Con respecto al hecho de ser homosexuales, es tan erróneo sentirse avergonzados como sentirse orgullosos de ello. La actitud correcta es sentir una absoluta indiferencia ante la propia condición humana. Una de las cosas que hoy más envenenan el mundo es la retórica construida sobre simples condiciones humanas”.
Hoy sigue siendo cierto que una de las líneas de movilización política más venenosa es la basada en simples condiciones humanas. Es decir, la militancia basada no en decisiones o ideas personales (siempre discutibles), sino en condiciones, sean innatas o adquiridas. Muchas y muchos dirán: el problema es que esas condiciones han sido estigmatizadas y perseguidas en la historia, de ahí esta forma de defensa orgullosa… Es cierto, pero es importante lo que puntualiza Ginzburg:
“Se suele decir que el orgullo ideológico, en los movimientos femeninos por ejemplo, se ha generado por siglos de humillaciones y persecuciones, y que por lo tanto es justificable y comprensible. Eso significa que hay que ser indulgentes con tales movimientos si asumen actitudes equivocadas, si cometen errores. Pero se es indulgente con las personas consideradas individualmente, no con los errores en las ideas. A las ideas se les pide que sean verdaderas y justas, de inmediato y de forma absoluta”.
Ese “orgullo ideológico” que repudiaba la pensadora italiana es un buen nombre para lo que hay detrás del espíritu normativo que nos atemoriza en el feminismo inquisitorial contemporáneo. Un feminismo en el que la condición de “oprimida”, lejos de buscar abandonarse, se exhibe en forma de orgulloso carnet y se convierte a nivel discursivo en un paradójico privilegio que impide toda discusión de ideas.