Tenía prohibido el acceso a tantas partes que podía entrar donde quisiera. Zurró a la Iglesia, la Bolsa y la Política. Les ha dado un portazo a todos, al cielo, al éxito y al parlamento, gracias a su carné de bufón con el que tuvo permiso para cuestionarlo todo. Para reírse de todos. Ahora lo llamaríamos antisistema, antes era anarquista. Dario Fo era pura dinamita hasta que, a los 90 años, hospitalizado en Milán por problemas pulmonares, ha fallecido.
Trataron de aguarle la pólvora con premios y academias, en 1997 recibió el Nobel de Literatura, pero mantuvo la sátira con la que se presentó desde sus orígenes. Era un ser problemático porque tenía la habilidad de hacer que sus creaciones calaran. Cuando estrenó Aquí no paga nadie, cuya acción central es un robo en un supermercado de barrio, le acusaron de provocar una oleada de robos en los supermercados. Lo que no logró la obra fue regenerar el Partido Comunista italiano y que volviera a la Tierra, abriera los ojos ante la cruda realidad de las clases trabajadoras y enterrara las prácticas políticas que lo habían alejado de las necesidades de sus fieles.
Fo era cuerpo y palabra, inteligencia y movimiento, tradición y experimento. Cruzaba elementos clásicos del teatro popular italiano con investigaciones sobre el trabajo corporal: la escena como campo de acción donde la imagen y la lengua se funden en monólogos brillantes, locos, disparatados, distorsionados, histriónicos, exagerados. La calle entra al teatro, con personajes corrientes y acontecimientos en apariencia simples. Siempre divertido.
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Su teatro bebió de los grandes clásicos de la comedia como Aristófanes, Plauto, Molière o el propio Shakespeare. Recuperó el teatro clásico griego y romano, tradiciones orientales, y lo amasó con su increíble capacidad para improvisar. Recuerden estas obras: Muerte accidental de un anarquista, La mujer sola, Un día cualquiera o Pareja abierta.
Su corrosión lírica desmitifica el discurso oficial, siempre enfrentado a la cultura popular. Fo polarizaba el debate y les dejaba a ellos los estamentos y él se quedaba con la calle, a la que sabía agitar gracias al humor. Una de las cimas sarcásticas que mantuvo vivo a lo largo de décadas es Misterio bufo (juglaría medieval), en la que recopila nueve piezas que descubren cómo la Iglesia romana, el Vaticano, ha aplastado a Iglesia humilde y evangélica. El escritor y actor rehacía, reescribía, actualizaba, reformaba y adaptaba a los tiempos. La obra crecía entre generaciones, al tiempo que la humanizaba sin miedo a la posteridad.
Tenía el don de quitarle las mayúsculas a todo, porque nada era tan importante, porque todo podía ser derrumbado en el momento debido. De Dario Fo aprendimos que la cultura es incontrolable. Que debería serlo. Siempre diferenciaba, en las presentaciones de cada una de sus piezas a los espectadores, entre la cultura aristócrata, ajena a la realidad, y la juglaría, que no se cansó de reivindicar.
Fo llamó a sus creaciones “teatro de situaciones”, porque no morían en lo escrito. La palabra se hacía carne y acción, no era literatura, era una bomba. Los gags y las bromas se llenaban de asuntos políticos, porque para Fo todo teatro es político. Sobre todo su intento de corromper la retórica para rendir cuentas con la urgente necesidad de hacer de la realidad social el asunto capital escénico.