"Las puertas que bajan del cielo se abren sólo por dentro. Para cruzarlas, es necesario haber ido antes al otro lado, con la imaginación y los deseos".
(Ángeles Mastretta, escritora)
Recuerdo que mi abuela decía cuando salían punkies en la tele que, por sus collares en el cuello, "se parecían a los negros de Raíces, una serie televisiva que impactó en la España de finales de los setenta. Por eso creo que acierta Ricardo Romero (RR), Nega, en el artículo Beyoncé nunca tocará para Podemos publicado en este medio, al escoger el ejemplo cinematográfico que le sirve en su argumentación acerca del debate sobre la disputa cultural surgido recientemente.
RR evoca una escena de la película de Spike Lee Nadie está a salvo de Sam (1999), cuya acción transcurre en el Brooklyn del efervescente año 1977. En ella plantea un fresco coral interesante pero algo caricaturesco de los rituales cotidianos de resistencia que empiezan a ser protagonizados por el punk (con un guiño al mítico CBGB), la música disco, las drogas y el sexo.
La grosera dicotomía matrix-afuera es ajena a cualquier visión dialéctica de la realidad y sus tensiones
La contraposición entre la fiebre disco hedonista y el emergente punk es ejemplificada por un jovencísimo Adrien Brody, que decide, ante la sorpresa burlona de sus colegas, adoptar la estética subcultural correspondiente remarcada por un gran collar de pinchos al cuello. Cuando uno de sus amigos le dice entre risas que "parece un perrito con ese collar, Adrien”, escribe RR, reivindicando a Adorno sin saberlo, responde sin inmutarse: “Tú también llevas un collar, sólo es que el tuyo no se ve'".
Romper las cadenas
¿Por qué creo que acierta RR al elegir esta escena? Pues porque plantea, aunque en términos exageradamente dicotómicos -la resistencia punk o la integración en la industria cultural-, una tensión que sigue siendo la de aquellos que quieren impulsar una política cultural de corte popular o, si se quiere, consciente de sus raíces desde abajo, plebeyas. Aunque RR no sigue este hilo, me parece que lo interesante del ejemplo es cómo el joven punk, emulando el I wanna be your dog, de Iggy Pop-Stooges, intuye que sólo a través del reconocimiento expreso de su condición de "basura" social, sus cadenas, sólo aceptando sin ilusiones de futuro lo que en el artículo se llama la "alienación" de la vida contemporánea y sus miserias cotidianas, puede uno ser, digamos, políticamente veraz. Frente a los edulcorados y artificiales eufemismos de la sociedad de consumo y sus ilusiones -"todos somos clase media", "todos somos emprendedores"-, ¿qué mejor que aparecer y comportarse como un perro que escupe su comprensible ira contra la máquina sistémica?
El punk no necesitaba apelar ya ni a la distinción ni a ningún humanismo para defenderse
Si vemos el magnífico documental sobre los Sex Pistols, The Filth and the Fury (Julian Temple, 2000), reparamos en cómo, en pleno contragolpe neoliberal, el punk había dado la bienvenida a una juguetona familiaridad con lo sucio y feo frente a los dinosaurios del rock o el pop melifluo. "Sólo me envuelvo en basura", ladraba Johnny Rotten. Ante las continuas ofensas y humillaciones que provocaba la nueva sociedad británica, el punk no necesitaba apelar ya ni a la distinción ni a ningún humanismo para defenderse.
Tampoco les faltaba el sentido del humor para resistir, un rasgo casi siempre desatendido curiosamente por los comentaristas posteriores. Lo que cabría discutir es si la actitud punk de resistencia, por cierto, luego convenientemente mercantilizada por la moda, no fue un modo de hacer de necesidad virtud, de hacer de la derrota social una salida individualmente digna pero impotente en términos colectivos. El problema de su actitud nihilista "no future" es que reaccionó contra las "almas bellas" asumiendo su encasillamiento como un "alma fea".
Transformar o servir a la realidad
Ante este telón de fondo, del texto de RR se deducen algunas preguntas importantes: frente a la industria cultural y sus dispositivos de integración social, ¿cabe pensar en algún tipo de nueva fuerza popular, plebeya, que pueda servir no para adaptarse a la realidad tal y como es, sino para transformarla? ¿Es la discusión sobre las guerras culturales un nuevo tipo de onanismo político de intelectualillos que sólo hace de necesidad virtud al no poder impugnar los eslabones de poder realmente importantes?
Si este es el horizonte -pensar cómo la cultura puede ayudar a la transformación social-, debo decir que estoy totalmente comprometido con él, porque entiendo que la cuestión cultural importa. Sin embargo, también considero que las conclusiones y el diagnóstico de partida que RR usa para plantear esta cuestión no son los adecuados. Es más, creo que son contraproducentes para su objetivo.
Su planteamiento acerca de nuestra alienación bajo la industria cultural termina imposibilitando una práctica pedagógica más fructífera políticamente. RR constata el desnivel existente entre la conciencia manipulada por la industria cultural y la conciencia crítica -esos chicos de clase trabajadora que disfrutan escuchando la música disco o Coldplay-, pero su uso del concepto de alienación no le conduce a superar tal desfase en dirección de un análisis concreto de los posibles potenciales subjetivos que podrían generar un cambio de perspectiva en estos individuos.
No, acude a la peligrosa categoría de "falsa conciencia", al menos en esta forma de usarla y cuestionarla. Como no puede detenerse a plantear la posibilidad de que en esos productos de la industria cultural se alojen elementos positivos de transformación (deseos, expectativas, promesas, ansiedades...), realiza el veredicto con la superioridad del que mira desde fuera de Matrix.
Que RR escoja el collar explícito Brody frente a los "collares invisibles" de sus colegas y cite en su apoyo a un crítico de la industria cultural tan exquisito y comprometido con la alta cultura como Adorno llama la atención y obligaría a introducir muchos matices respecto a la posición del teórico frankfurtiano -algo que ya ha hecho excelentemente Eduardo Maura-, pero entiendo que es sugerente.
Ahora bien, cuando añade a la conversación implícitamente a cierto Lenin y sus tesis de que solo "desde afuera", desde una posición exterior a nuestro alienado universo Matrix, cabe "inculcar" la conciencia de clase y una posición de "verdad científica" nos lleva muy atrás, nada menos que a una discusión sobre la obsolescencia de las categorías de un materialismo histórico así entendido y de un tipo de marxismo superado por la propia tradición marxista al menos desde finales de los sesenta.
Izquierda y política cultural
Este punto podría ser objeto de discusión, desde luego, pero me parece más fructífero encarar la discusión en torno a la disputa cultural. En todo caso, quisiera señalar que se puede ser perfectamente marxista, teórico crítico de nuestra cultura y en absoluto manejar las categorías que RR maneja, como la grosera dicotomía matrix-afuera, ajena a cualquier visión dialéctica de la realidad y sus tensiones.
El problema del debate en Podemos no es, por tanto, que "sencillamente, escuchamos voces que niegan que exista un afuera: se niega que existe una realidad adulterada (Matrix) y de alguna manera se niega la verdad científica, la alienación". No, la cuestión es mucho más compleja. Creo que desde estos presupuestos teóricos, RR construye un espantajo o muñeco de paja que podríamos llamar el "moderado integrado populista", que además lleva la discusión a un terreno estéril.
El debate de fondo no debe ser: "¿Hasta dónde hay que moderar el discurso para conseguir atraer a la gente sin terminar desdibujándose hasta ser irreconocibles?". Sino, en efecto, el problema de la transformación, de la praxis, y del papel de la cultura hoy en ella, en el ámbito de las sociedades contemporáneas de masas.
En ese sentido, no creo del todo, como sostiene RR, que el problema sea "tan viejo como la izquierda". Nuestro problema hoy es históricamente específico: cómo plantear una política cultural que sortee el peligro de una doble pinza histórica. Por una parte, una izquierda ciega a la cuestión cultural (el filisteismo de cierta tradición marxista no pesa poco aquí). Por otro, el culturalismo posmoderno. Creo que aquí la apelación a las "trincheras" frente a la mera "agregación electoral". A la cultura de la militancia frente a la "falsa conciencia" nos sitúa además en un callejón sin salida.
Beyoncé en disputa
Ante el trasfondo teórico expuesto no es raro que RR use la reapropiación feminista de Beyoncé realizada, entre otras reivindicaciones matizadas, por el área de igualdad de Podemos como ejemplo de moderación integrada populista. Este modo de "usar" a la cantante aparece, en su opinión, como una aproximación condescendiente al gusto de masas, supuestamente "bueno per se", que, en su complicidad con la industria cultural, eliminaría todo impulso crítico transformador.
El trazo grueso de esta aproximación al problema de la ideología le conduce a ver a la diva de la canción como "un producto de masas fabricado en serie por la industria cultural destinado a perpetuar un modelo de ocio alienante basado en el individualismo, el culto al cuerpo, el lujo, el hedonismo, la adquisición desenfrenada de todo tipo de productos de consumo y el sexismo". Ahora bien, sin necesidad de idealizar o ensalzar la figura de la cantante (¿quién lo ha hecho?), ¿no cabe otro tipo de aproximación y, por tanto, otra valoración de las ambivalencias de la industria cultural de masas?
Esta sería justamente la que se ha ido imponiendo en los últimos tiempos, gracias a las aportaciones de teóricos críticos tan prestigiosos como Fredric Jameson que, entre otros, no hacen más que recoger planteamientos acerca de la cultura de masas como los de Walter Benjamin, mucho más interesante hoy y en este asunto concreto que Adorno.
RR recoge la tesis tradicional de que el conformismo de la clase trabajadora se debe en gran parte a que los nuevos medios masivos de comunicación -la industria cultural-, a través de sus dispositivos mainstream, cine, tv, videoclips, neutralizan los descontentos populares, proporcionando como sustituto el goce del mundo exitoso de los opresores: sus objetos, valores, su libertad sexual.
Como buen marxista, RR insiste en que el ensueño debe dejar paso al despertar y a la conciencia real fuera de Matrix. ¿Pero son estas ensoñaciones sólo la expresión de la integración en el sistema? Aquí, rechazar el hedonismo y el placer por "alienante" y tildar a todas las formas de ensueño como mera complicidad conduce a posiciones rayanas en lo reaccionario. ¿No pueden ser vistos estos deseos, entendidos en su forma más sensual y material, como chispas de resistencia contra un sistema cuya existencia requiere que este mismo deseo no pueda ser satisfecho.
Como le comenté a RR en un encuentro anterior, la importancia aquí de una figura tan reaccionaria en lo personal como David Bowie no puede subestimarse. Al margen de su ridículo posicionamiento político, quizá más inducido por la coca que por meditadas reflexiones, las aportaciones culturales de Bowie son políticamente de interés.
Evidentemente, no estoy diciendo que Beyoncé pueda ser una nueva Pasionaria. En ningún caso. Lo que señalo es una orientación analítica diferente respecto a los productos culturales mainstream. En la medida en que la cultura de masas mantiene una estrecha relación con las básicas ansiedades sociales y los intereses, esperanzas y bloqueos, antinomias ideológicas y miedos, que son su materia prima, no debe despacharse tan fácilmente.
De ahí la hipótesis que de forma tan interesante plantean otros críticos culturales también marxistas: las obras de la cultura de masas no pueden ser ideológicas sin ser al mismo tiempo implícita o explícitamente utópicas. No pueden "manipular", a menos que ofrezcan algún incentivo genuino en su contenido como reconocimiento de la fantasía del público, eso sí cooptado en su consentimiento.
El hueco cultural de la derecha
En otras palabras, Beyoncé, Bertín Osborne o David Bisbal no dominan tanto por saturación como por deseo, son deseados bajo formas complejas de deformación y negociación. El juego entre opresores y oprimidos es muchísimo más ambivalente. Comprender que, por decirlo con Jameson, “el topo de la colectividad utópica también se abre paso a través del frívolas gratificaciones de una sociedad privatizada y atomizada” puede ser, en efecto, escaso consuelo y un trabajo ingrato para los militantes tradicionales que alguna vez pensaron cabalgar frente a la alienación a lomos científicos de la historia. Pero ¿cabe otra solución materialista para el problema de la cultura que no deje el espacio cultural tan libre a la derecha?
El problema político de mantener una posición funcionalista -la cultura como simple expresión de otra cosa- como la de RR es que, en su afán crítico por desenmascarar y desmitificar desde fuera las coartadas integradoras de la industria cultural, pierde, por un lado, la oportunidad de ver el escenario cultural como un campo de fuerzas más complejo y, por otro, de realizar un análisis positivo con intención pedagógica de los contenidos utópicos deformados: la dimensión de los miedos y esperanzas compartidas por una generación. Este otro modelo permite comprender la cultura de masas no como simple distracción vacía o "falsa conciencia", sino como un mejor trabajo político de transformación desde dentro de Matrix atendiendo a las ansiedades, las fantasías políticas y sociales.
De este modo, si bien debemos observar el producto cultural más como un campo en disputa de fuerzas emancipatorias o regresivas que como un "ejemplo", tampoco, creo, vale distinguir aquí, recurriendo a una típica argumentación liberal, entre lo privado y lo colectivo, como si la "calidad" de un artista pueda separarse de su execrable posición política.
Otra cosa es lo que piensa RR: "Y no, no es que ahora haya que dejar de escuchar a Beyoncé o las rancheras de Bertín Osborne, los gustos (aun condicionados) no dejan de ser gustos. Yo escucho mucho trap. Y rock machista (los Rolling sin ir más lejos) o rock de derechas (Iron Maiden o David Bowie) y desde luego no voy a dejar de ver cine de John Ford, Clint Eastwood o John Wayne por muy del partido republicano que sean. Lo que no haría nunca es ponerlos como ejemplo político de nada, por muy mayoritarios y masivos que sean. Las contradicciones (inevitables siempre) están para ser cabalgadas o ser escondidas debajo de la alfombra, no para hacer virtud de ellas".
No, no se trata de que mis gustos sean los que son y punto, a pesar de su signo progresista o reaccionario. Lo interesante de la política cultural es justo analizar y reflexionar sobre el significado político que subyace al gusto estético en sus ambivalencias. Sólo la tradición liberal puede entender que lo político e ideológico son excrescencias secundarias de una vida real "privada", auténtica y genuina.
Esperanzas y deseos culturales
Creo, por todo lo dicho, que reducir el extraordinario reto cultural que tenemos que afrontar a la disputa entre una militancia que cave trincheras en la sociedad civil y la adaptación halagadora a lo que ya hay es un falso dilema. Hay fuerzas de cambio en muchos más sitios de los que creemos si sabemos escuchar el malestar. Valorar estos potenciales colectivos requiere mirar y analizar de otra forma el campo de fuerzas cultural, sus deformaciones, pero también sus esperanzas y deseos.
No se trata de despreciar o de adular al pueblo que existe de hecho, porque este no es nunca una foto fija de alienaciones o emancipaciones, sino un proceso en construcción constante. En este sentido, la articulación desde lo transversal nunca puede ser ni un dato ni una simple agregación mecánica con fines electoralistas.
Compromiso del cambio
Asimismo, en una sociedad en la que la alienación laboral se presenta hoy como identificación con la empresa o como supresión de toda distancia que cuestione el lazo compulsivo con el trabajo resulta muy complicada la labor tradicional del "agitador". Es preciso otra pedagogía y una mayor atención a la normalidad, esos espacios intermedios no instrumentalizados por la historia y la preparación del porvenir.
Si RR critica que Jóvenes en Pie se vistan de forma integrada, ¿por qué se queja, en la conversación con Pablo Iglesias (¡Abajo el régimen!, Icaria 2013), de que hayamos dejado "el buen gusto, el orden, la higiene" para que sean hegemonizados por la derecha"?
Esta contribución aparecerá, me imagino, encabezada por el rótulo de "la guerra cultural de la izquierda". Una suerte de curiosidad zoológica para los lectores de este y otros medios, intuyo. El pasado 15 de noviembre, al calor de la Universidad de Podemos RR, "Nega", y yo mismo debatimos este asunto en un primer round.
Quisiera que esta contribución hubiera servido para recoger algunas de las líneas allí planteadas, pero buscando, sobre todo, enmarcar un debate que ha padecido mucho ruido de fondo y que necesita afinarse. Valoro muy positivamente la contribución práctica que RR ha realizado, en una tarea de genuino intelectual orgánico contemporáneo, bajo su grupo, Los chikos del maíz, a la hora de dar sentido político y lenguaje al malestar social. Me gustaría que entendiera que, justo por eso, sentía la necesidad de discutir el marco teórico sobre el que justifica su acción. Todos tenemos la obligación de afinar cómo nuestro compromiso con el cambio social se anuda con lo que pensamos. Y hacerlo públicamente.
*Profesor de Filosofía de la UAH y Consejero estatal de cultura de Podemos.