De Muerte en Venecia siempre me ha fascinado la forma en que Luchino Visconti supo reproducir la personalidad obsesiva y abismada con la que Thomas Mann construye el personaje de Gustav von Aschenbach en la novela de título homónimo. Aschenbach, inspirado en el compositor austríaco Gustav Mahler, es un hombre deprimido que acude a Venecia en busca de un último refugio. En la procura de un retiro apacible que le otorgue, al fin, algo de quietud. Allí, sin embargo, descubre a un joven polaco llamado Tadzio que desata en el músico una obsesión ardiente e incontrolable, pero al mismo tiempo íntima, callada, casi cobarde.
Alojados ambos en el mismo hotel del Lido, Aschenbach dedica sus días a espiar a Tadzio en la distancia, sin atreverse jamás a intercambiar una sola palabra con él. Por fin, gravemente enfermo debido a una epidemia de cólera, decide seguir al joven una última vez hasta la playa, donde el compositor muere contemplando a lo lejos a su amor platónico, que se aleja con un amigo sin percatarse siquiera de la presencia -de la existencia, quiero decir- de Gustav. Resulta extraño. De algún modo, lo único seguro que Aschenbach tiene en sus últimos días es su obsesión por Tadzio. Lo único que, en medio de la depresión, la soledad y la enfermedad, es real. Cuánto peor sería no tener ni eso.
Supongo que las obsesiones pertenecen a esa clase de cosas que, cuando todo se tambalea, proporcionan cierta firmeza. Como un punto fijo en mitad del mareo. Fitzgerald, por ejemplo, condensa con maestría esa sensación en la luz verde que Jay Gatsby anhela cada noche desde su mansión, al otro lado de la bahía. Qué sería de nosotros sin esas rutinas estropeadas y nocivas que, secretamente, nos arrojan de vez en cuando un salvavidas en medio de la tormenta.
Precisamente Gustav Mahler, cuyas sinfonías tercera y quinta suenan durante toda la película, fue el responsable de la obsesión a la que Gilbert Kaplan se sujetó durante toda su vida. En una entrevista concedida al canal de música clásica de la radio pública de Baviera, el célebre editor, fallecido el pasado enero, explicaba en el año 2006: “Tenía veinticinco años cuando escuché la Sinfonía nº 2 de Mahler por primera vez. Cuando abandoné la sala después del concierto era otra persona. Me sentí como si me hubiera atravesado un rayo”. Ya nunca pudo pensar en otra cosa.
Las obsesiones pertenecen a esa clase de cosas que, cuando todo se tambalea, proporcionan cierta firmeza. Como un punto fijo en mitad del mareo
Tres años después de aquel concierto de 1965 en el Carnegie Hall de Nueva York, Kaplan fundó la prestigiosa revista Institutional Investor -que vendería dos décadas después por setenta y cinco millones de euros, permaneciendo en el cargo de director-, pero dedicó todo su tiempo libre a estudiar dirección de orquesta bajo la tutela de Charles Zachary Bornstein con la sola idea en mente de poder dirigir algún día la Sinfonía nº 2 de Mahler.
Hasta que lo logró. En 1982 alquiló el Avery Fisher Hall de Nueva York, conocido hoy en día como David Geffen Hall y antaño como Philharmonic Hall, y se estrenó allí dirigiendo a la American Symphony Orchestra de Leopold Stokowski junto al Westminster Symphonic Choir de Princeton. A partir de ese momento dirigió la Sinfonía nº 2 de Mahler cien veces más a lo largo de su vida, creó la Fundación Kaplan para el estudio y la promoción de la obra de Gustav Mahler y grabó la sinfonía dos veces en sesiones de estudio: la primera en 1987 con la Orquesta Sinfónica de Londres y la segunda en 2002 con la Filarmónica de Viena.
La segunda sinfonía de Mahler, conocida como Resurrección, se convirtió en su obsesión desde que la escuchó por primera vez siendo un muchacho. No puedo imaginar cómo debió de ser el momento en que, en el año 1984, adquirió la partitura original firmada por Mahler. Un manuscrito lleno de anotaciones y correcciones del propio autor que la viuda había entregado en 1920 a su amigo Willem Mengelberg y que se encontraba por aquel entonces en poder de la Fundación Mengelberg, a la cual Kaplan se la compró.
En el fondo, la obsesión de Gilbert Kaplan no difiere mucho de la que Visconti atribuyó a Gustav Mahler en Muerte en Venecia a través de su trasunto, Gustav von Aschenbach. En ambos casos se trata de la persecución obcecada, fascinada, de un ideal de belleza. Aschenbach contempla en Tadzio la perfección, la armonía divina, la pureza estética encarnada en un adolescente. La misma clase de simetría inalcanzable que Kaplan aprecia en la Sinfonía nº 2 de Mahler, materializada esta vez en una partitura.
Hoy, once meses despues de la muerte de Kaplan, Sotheby’s saca a subasta en Londres el manuscrito de Mahler que poseía el editor con un valor estimado de 3,9 millones de euros. Desde hace tres décadas, cuando algunas partituras de Mozart se subastaron por casi tres millones de euros, ninguna composición había alcanzado un precio tan elevado. Cualquiera podría pensar que el desembolso de una cantidad semejante por unos cuantos papeles viejos es en sí mismo una locura. Una locura comparable a consagrar toda una vida a una sinfonía. Es posible que sea necesario haber estado obsesionado alguna vez con la belleza para comprenderlo.
Muerte en Venecia se resume en una sola frase que, parafraseando al poeta August von Platen, presagia el destino de Achenbach: “Aquél que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”. Sospecho que en el fondo todo se reduce a eso.