Una de las figuras más repugnantes que nos aporta el mundo contemporáneo es la del sano ciudadano occidental aficionado a denunciar (o incluso a cazar) inmigrantes pobres sin papeles. Tanto en la frontera de Estados Unidos con México, como en algunas fronteras del este de Europa (Hungría sobre todo), hemos visto ejemplos infames de estos rigurosos colaboradores con la autoridad que se dedican en su tiempo libre a perseguir y delatar a personas en andrajos que intentan salvar o mejorar su vida. Pero, ¿por qué nos causan tanto rechazo estos individuos? ¿No están al fin y al cabo colaborando con la sociedad, haciendo que las leyes se cumplan? ¿Por qué son tan antipáticos?
Estos nuevos delatores de inmigrantes nos evocan toda una tradición que la literatura y el cine ha dejado condenados
En una primera lectura parece claro que lo que nos repugna es la injusticia evidente de tal situación: el abuso del débil y la intolerancia con los extranjeros, el racismo detrás de estas actitudes. Estos nuevos delatores de inmigrantes nos evocan toda una tradición que la literatura y el cine ha dejado condenados: los delatores de judíos durante la ocupación alemana de media Europa occidental a principios de los cuarenta y los delatores de disidentes en cualquier estado totalitario o dictadura.
Pero creo que hay algo anterior, más pequeño pero quizás más profundo que nos repugna en estos caza débiles y es que son la declinación más monstruosa de un personaje menos llamativo, pero igual de antipático: el vigilante vocacional, el delator por hobby, el policía amateur, el que nos señala por gusto públicamente al saltarnos alguna norma (por leve que sea). En España “chivato” sigue siendo un insulto que cualquiera entiende y sabe usar; y en Argentina hay muchas palabras para designarlo: “ortiba”, “buchón”, “botón” y más.
¿De dónde viene el rechazo al delator vocacional? ¿Es universal? ¿Es un signo de decadencia moral de una sociedad? No es difícil detectar en el rechazo al chivato un origen sociológico bastante elemental: en países donde la autoridad pública, el Estado, es normalmente corrupto, represor o, más en general, poco fiable, es lógico que se forje una cultura de enfrentamiento más o menos tácito entre “el pueblo” y las autoridades. La ética popular tiene en esos casos al delator, al que se pone del lado de la autoridad pública, unánimemente condenado. Así para la posguerra española o para la dictadura argentina o para cualquier estado muy corrompido.
Poder ilimitado
A partir de esta lectura sociológica se podría concluir que en una sociedad próspera, con un Estado fiable y unos ciudadanos virtuosos, delatar y acusar a los infractores estará bien visto, será aceptado (o incluso, por qué no, estimulado). Sin embargo, Benjamin Constant, uno de los grandes del pensamiento liberal, que sufrió en carne propia los excesos de una autoridad pública ilimitada al final de la revolución francesa, escribía en 1806:
“Entre los antiguos, la función de acusador era honorable. Todos los ciudadanos se encargaban de esta función y trataban de distinguirse acusando y persiguiendo a culpables. Entre nosotros, la función de acusador es odiosa. Un hombre sería deshonrado si se encargara de esto sin un mandato legal. Ocurre que, entre los antiguos, el interés público tenía precedencia sobre la seguridad y la libertad individual y que, entre nosotros, la seguridad y la libertad individual tienen precedencia sobre el interés público”.
La posibilidad de que todos los ciudadanos (sin límite) puedan erigirse en policías es justamente la idea más querida por los estados totalitarios
Cuando Constant dice “nosotros”, se refiere a los modernos, a los que nos organizamos políticamente alrededor de una democracia representativa; frente a los antiguos que se organizaban en una democracia directa. La democracia representativa es un dispositivo que privilegia la libertad individual de los ciudadanos, liberándolos de la función pública, (que queda delegada en profesionales) y protegiéndolos, a la vez, de una extensión ilimitada de la autoridad pública. La posibilidad de que todos los ciudadanos (sin límite) puedan erigirse en policías es justamente la idea más querida por los estados totalitarios, donde el supuesto “interés público” está siempre por encima de las libertades individuales y puede pisotearlas.
Lo interesante de lo que señala Constant (y que pocas veces es destacado), es que el acto de “delatar” o de acusar es también un modo de “acción directa”, de ruptura de la distancia representativa, y por tanto, en el fondo, de desprecio por la libertad individual de los demás. El delator vocacional es, propiamente, un “activista”: un activista del supuesto interés público contra los individuos (y en esto se puede parecer peligrosamente al “héroe”). Por eso la antipatía por el delator vocacional es en sí misma una marca de las democracias modernas y de su central encumbramiento de los derechos del individuo y su libertad por encima, incluso, de cualquier “interés público”.
El que se dedica a meterse en nuestra vida o en la de otros y a sancionar nuestras transgresiones sin ser él mismo policía, ni fiscal, ni juez, a nosotros, modernos, nos repugna tanto como alguien que se arrogara el derecho de legislar sin haber sido elegido diputado o de ejecutar leyes sin haber sido elegido presidente. Por eso incluso (y quizás más que nunca) en una sociedad próspera con un Estado fiable, los delatores vocacionales son objetiva y universalmente deleznables.