La semana pasada, como cada enero, cientos de madrileños acudieron a la iglesia de San Antón para que el párroco bendijera a sus mascotas. Cada año la asistencia de dueños de perros, gatos y demás animales más o menos domésticos aumenta, del mismo modo que nuestra adoración por las mascotas. En un vídeo sobre el evento se puede ver a una señora que mientras agarra un carrito con un niño con una mano y sostiene a un perro con la otra dice (no se sabe si en broma), que el perro (que va vestido con un jersey, un pañuelo y un sombrero) tiene “más fondo de armario” que el niño. Que ella le ha comprado más ropa a su perro que a su hijo.
¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo? ¿No es más o menos lo mismo tener un perro que tener un niño? ¿Somos realmente capaces de distinguir entre niños y mascotas?
Para quienes no adoramos tanto a nuestras mascotas, la diferencia está clarísima: los niños son personas y las mascotas, no. Como mucho, son compañeros de juego disminuidos, juguetes naturales, queridísimos bufones. Con la misma lógica cruel con la que la filósofa Beatriz Preciado dijo un día que “el pene es un dildo de carne”, podemos decir que un perro no es más que un tamagochi peludo.
Con la misma lógica cruel con la que la filósofa Beatriz Preciado dijo un día que “el pene es un dildo de carne”, podemos decir que un perro no es más que un tamagochi peludo
Pero esta ya no es la visión que predomina en nuestras “avanzadas” sociedades. Más allá de los movimientos urbanos animalofílicos politizados, ideológicos (partidos animalistas, vegetarianismo, especismo, veganismo, etc.), creo que es la evolución de nuestra relación cotidiana con las mascotas en la ciudad donde se muestra con más claridad que cada vez las distinguimos menos de las personas. No solo hay toda una pujante industria de servicios (peluquerías, jugueterías, psicólogos y hasta servicios fúnebres para mascotas), sino que los animales se nos cuelan en escenas que hace algunos años eran impensables. Informándome para escribir este artículo, he recopilado algunas bastante curiosas.
Como personas
La tía de una amiga, que está afiliada al sindicato CNT, tenía problemas en todas las asambleas porque otros afiliados metían los perros en la sala de reuniones. Cuando se les llamaba la atención decían que tenían derecho a estar ahí porque eran como personas. La cosa se puso fea cuando la tía de mi amiga les dijo que entonces que los afiliasen y que así, además de poder estar en las asambleas sin discusión, podrían votar. No les hizo gracia.
Mi primo dentista recibió un mensaje de Whatsapp en el que un paciente que le había pedido turno de urgencia la noche anterior escribió: "doctor, disculpe, no voy a ir hoy, mi perra está con diarrea...". Las más agrias discusiones de una pareja de amigos que se separaron el año pasado tuvieron lugar a raíz del reparto de días que pasaría cada uno con su caniche (de nombre “Héctor”). Este mismo amigo, alguna vez que me quejé de lo molestos e invasivos que pueden ser los perros en el parque donde bajo a correr, me contestó: “ya, vale, los perros ocupan espacio y hacen ruido, ¿y los niños, qué?”
Estoy seguro que todos conocen casos parecidos. Lo que llama la atención, si nos alejamos un poco de nuestra época y miramos la historia de nuestra relación con los animales, es que quizás la nuevo no sea la igualdad, sino más bien la sumisión frente a ellos. Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los animales fueron enemigos de los hombres. Es cierto que fueron también objeto de adoración, probable origen de la mayoría de las religiones, y herramientas fundamentales para nuestra supervivencia.
Los hombres han llegado a dominar completamente a los animales. Y es esta relación de “dominación” la que realmente distingue a personas y animales (como sostiene Gustavo Bueno)
Pero durante miles de años los hombres estuvieron en guerra con los animales; las primeras murallas de las fortificaciones humanas no eran tanto contra otros hombres, sino para mantener afuera a las fieras. Finalmente, los hombres han llegado a dominar completamente a los animales. Y es esta relación de “dominación” la que realmente distingue a personas y animales (como sostiene Gustavo Bueno). Los etólogos pueden buscar la “igualdad” con algunos animales (simios, o delfines como hace el filósofo Alasdair McIntyre) en su capacidad de comunicarse o de construir herramientas; pero los animales no son capaces de dominar (y mucho menos de “cuidar” organizadamente) a los hombres y los hombres sí a los animales.
Son los propios hombres, habiendo olvidado esta vieja relación tensa con los animales no humanos, los que se están sometiendo a ellos por obra del desarrollo de su propia civilidad, introduciéndolos en el corazón de las ciudades y dándoles unos cuidados y consideraciones que los animales jamás han reclamado ni pretendido.
En 1548, Etienne de la Boetie escribió su famoso “Discurso sobre la servidumbre voluntaria del hombre”, donde afirma la existencia de una profunda tendencia humana por servir y someterse a quien en realidad tiene mucho menos poder. Aunque La Boetie solo hablaba de las relaciones (políticas) entre los hombres, la imagen de un señor corriendo a las doce de la noche, en invierno, detrás de su perrito para recoger con la mano la caca caliente que este ha defecado en donde más le apetecía, es la ilustración perfecta para aquel opúsculo filosófico. Es patético aceptar que la historia que nos ha llevado hasta esta masiva servidumbre voluntaria sea la del “progreso moral” de la humanidad.