La semana pasada un montón de amigos argentinos aprendieron no sólo quién fue Carrero Blanco, sino cómo murió. Incluso varios chistes sobre su asesinato. Y se rieron bastante. También aprendieron quién era Carrero y se carcajearon con esos chistes plagados de metáforas voladoras un montón de ingleses, belgas, portugueses, y norteamericanos. ¿Era esta la intención de la audiencia nacional española al sentenciar a prisión a una tuitera por publicar esos chistes? ¿Querían los jueces que todo el mundo se instruyera sobre Carrero y se riera con los chistes sobre su muerte? ¿Buscaban una socialización mundial de ese patrimonio cultural del pueblo español que son los “Chistes de Carrero Blanco”?
No exactamente.
Pero ocurre que en nuestra época la censura ya sólo puede ser propaganda. Hoy en día los intentos de hacer desaparecer determinado mensaje de la esfera pública tienen el efecto paradójico de expandirlo. Ya sólo se puede aumentar la difusión de un mensaje, nunca disminuirla voluntariamente. Los rotuladores negros con los que se podía tachar una frase se han transmutado en marcadores fluorescentes, que sólo sirven para resaltar lo que tocan.
Hoy en día, estos dispositivos inquisitoriales son vanos: los mensajes prohibidos se expanden sin control posible
No es sólo que la censura sea “ineficiente”, sino que produce un efecto inverso. Es probable que si fuéramos verdaderamente conscientes de este efecto aparentemente paradojal, se producirían cambios jurídicos y políticos relevantes: se tendería a eliminar del código penal los delitos de expresión y se tendría más cuidado con perseguir mensajes supuestamente odiosos. Para acercarnos a esta toma de conciencia pueden ser útiles algunas consideraciones históricas y filosóficas sobre la censura y la libertad de expresión.
Condiciones técnicas de la censura
Si la censura fue hasta hace algunos años no sólo algo distinto, sino justo lo opuesto a la propaganda es porque existían de hecho las condiciones técnicas para censurar mensajes, para hacerlos desaparecer efectivamente de la esfera pública. En la sociedad previa a internet (ni hablar de la previa a las fotocopias o de la previa a la imprenta) era realmente eficaz quemar libros, borrar artículos, secuestrar periódicos, recortar fotogramas o silenciar canciones.
Hoy en día, estos dispositivos inquisitoriales son vanos: los mensajes prohibidos se expanden sin control posible. En las sociedades digitales, la libertad de expresión no es sólo una aspiración ética o un ideal jurídico, sino que además está encarnada en unas tecnologías que la expanden y multiplican de hecho. Esto se hizo evidente en los últimos y sonados intentos de perseguir expresiones públicas en España: el cartel “etarra” de los titiriteros, los tuits “antisemitas” de Zapata, el autobús tránsfobo, o los tuits de Cassandra. Se vio en todos estos casos cómo el rebote digital expandió inmediatamente los mensajes que pretendían ser borrados o criminalizados.
Los intentos de censura son necesariamente ruidosos y funcionan por lo tanto ellos mismos con la lógica de la publicidad
Creo que la mayor diferencia entre una censura que funcionaba eficazmente como censura y una que sólo funciona como propaganda (inversa, involuntaria o paradójica, pero propaganda al fin), es que la primera puede ser discreta: si se quiere eliminar un mensaje de la esfera pública y se tiene la capacidad real de hacerlo, la desaparición puede ser ella misma silenciosa. Una vez perdida esa capacidad efectiva de borrado, los intentos de censura son necesariamente ruidosos y funcionan por lo tanto ellos mismos con la lógica de la publicidad (la lógica del Estado de Derecho, por otra parte).
El propio intento de censura constituye hoy, en sí mismo, una expresión pública, contiene un mensaje e implica una propaganda. La Audiencia Nacional no va a acabar con los chistes de Carrero encarcelando a una tuitera; lo único que consigue es que se conozca su rechazo (el de la guardia civil y los jueces y el de una parte de la sociedad que piensa como ellos) a los chistes de Carrero Blanco.
El intento de censura ha funcionado como un vehículo de expresión (con el abominable “efecto secundario” de una persona sentenciada a un año de cárcel)
En este caso, el intento de censura ha funcionado como la enésima reapertura de la guerra cultural entre la “derecha” y la “izquierda” en el interminable conflicto civil español. Es decir, el intento de censura ha funcionado como un vehículo de expresión (con el abominable “efecto secundario” de una persona sentenciada a un año de cárcel), como un acto de propaganda política.
El prestigio del censurado
Pero hay otro fenómeno contemporáneo notable en el que la pretensión de censura (aún sin jueces de por medio) se usa como propaganda. Y éste también tiene sus raíces en una interpretación anacrónica de la historia de la tensión entre la censura y la libertad de expresión. Me refiero al actual prestigio intrínseco de lo perseguido, de lo pretendidamente censurable, de lo “políticamente incorrecto”.
En una especie de automatismo vacío del que se nutre el prestigio de lo “políticamente incorrecto”
Uno de los momentos estelares de la historia de la libertad de expresión es el de la Francia del siglo XVIII previa a la revolución francesa. En esa época se desarrolla el enfrentamiento nuclear entre ilustración progresista y conservadurismo oscurantista. Si esa historia tiene héroes y mártires, Diderot es uno de los más paradigmáticos e inmortales. Todos las persecuciones generadas por la creación de su Enciclopedia (las amenazas, la cárcel, el exilio) acabarían siendo eterna materia épica para los defensores de la libertad de expresión.
Esta herencia hace que ser atacado por lo que decimos en público parezca todavía hoy un signo inequívoco de que uno es un Diderot contemporáneo, un adalid de la verdad filosófica contra el oscurantismo religioso. En una especie de automatismo vacío del que se nutre el prestigio de lo “políticamente incorrecto”, el hecho de que un mensaje (artículo, libro, canción, tuit) sea perseguido otorga un gratuito y discutible prestigio a su autor.
Da igual qué mensaje se defienda: científico, supersticioso, libertario o clasista. De ahí que aun sin ningún proceso legal en marcha en su contra, hoy pululen tantos mequetrefes petulantes que construyen su propio prestigio publicitando que son insultados o perseguidos en las redes sociales. Para estos tipejos, la crítica se redefine como censura, la censura es el primer paso hacia la victimización y la victimización es una herramienta de propaganda. Pobre Diderot, nunca imaginó que tendría estos sucesores.