Vuelve el país de ‘Las pirañas’: con su coca, sus políticos corruptos y su humanidad perversa
Se reedita la obra cumbre de Miguel Sánchez-Ostiz en su veinticinco aniversario. Sus páginas son el testamento maldito de una época.
27 junio, 2017 16:30Han vuelto Las pirañas, esas sardinas bravas que muerden, que dejan a España en los huesos. Poco a poco. Con ellas toma forma en el río turbio de la literatura su escritor: Miguel Sánchez-Ostiz. Se cumplen veinticinco años de aquel libro que dejó sin aliento a tantos, a Pere Gimferrer el primero, cautivado por un manuscrito todavía incipiente. Entonces también animaban a esta pluma Juan Goytisolo o Carmen Martín Gaite.
En los ‘eighties’, la década prodigiosa, se destaparon los socialistas que cambiaron la chaqueta de pana por el yate, los emprendedores con ideas geniales que hacían “pasta gansa” dejando a cualquiera por el camino. Las Pirañas bucearon más allá y se convirtieron en testamento de las cloacas de un país que creía respirar grandes dosis de democracia, pero también estaban el pericón, las rayas compulsivas en el retrete, los ajustes de cuentas y los suicidios de todos aquellos que querían cerrar los ojos para librarse de la autodestrucción.
¿Libro maldito?
Aquel libro, que ahora reedita Limbo Errante con motivo de su aniversario, invadió periódicos y tertulias, pero poco tardó en convertirse en referencia mítica, en olvido. Rozó el premio nacional de Literatura, también el de la Crítica, o eso le dijeron a su autor, pero ¿para qué engalanar algo tan incómodo como la prueba de que, muchas veces, “la humanidad merecería tener una sola cabeza para poder cortarla”?
Incómodas Las pirañas e incómodo Sánchez-Ostiz, los relegaron al baúl de los recuerdos. Quizá nunca hubo un premio Herralde de novela, también de la Crítica y Príncipe de Viana de la Cultura, tan a la sombra. Hasta ahora, cuando las sardinas bravas vuelven a morder, a carcomer la madera de los escritorios y las mesillas de noche.
Las pirañas son sólo eso, o todo eso, el vagar de un desgraciado por la ciudad pequeña nevada de polvo blanco. “El naufragio de un personaje débil hecho pasión autodestructiva por no haberse podido sobreponer a un clima social y a sus taras personales”, escribe el propio autor en el prólogo de la nueva edición.
Lanzar una vida por la ventana
Aunque este libro maldito, tapado, no es sólo retrovisor. Se abalanza con fuerza porque España sigue siendo eso, la mordedura y la mordida, el político corrupto, aunque de distinto signo, y el naufragio de quienes lanzan su vida por la ventana: “La ferocidad de un mundo de perdedores y ganadores ha ido en aumento”.
Las pirañas son un puñetazo, un quedarse sin aire, una abstracción para quien lee, una bajada a los infiernos antes de dormir, en el metro, o en cualquier sitio. Esa sensación, la de su primera edición en los ochenta y la de ahora, esposó a sus actuales editores, que reconocieron en una entrevista haberse hecho “lectores adultos” gracias, o por culpa de, esta historia de avería sin redención.
“Nuestro hombre” –así se refiere al protagonista el narrador– recorre una ciudad de provincias, deambula, se ahoga y suele terminar en casa, “cerrando los ojos y dejándose morir un poco”. Entonces, esa sensación, la misma que vomita el personaje de Trainspotting, atrapado por las pesadillas del mono de la heroína.
Aunque en Las pirañas casi todo es coca, el pericón. “¿Ya sabrán los narcos de Colombia que en un retrete del ombligo de una ciudad de tercer orden están metidos como pueden cuatro o cinco cuarentones con una servilleta roja anudada al cuello haciéndose unos punticos con la visa oro?”.
“Un pastelón de cerdos”
Aquello era, y es, “un pastelón de cerdos, un archipiélago de orines, la felicidad ajena, y otra vez la papelina y la tarjeta de crédito, las rayitas sobre la taza, el billetito de mil y hale, un dos, qué rica, clac-clac-clac”.
Nuestro hombre, el de Sánchez-Ostiz, el de la generación maldita, compagina sus miserias interiores con las de una sociedad enferma. Miserias y dolencias que siguen resguardadas al doblar la esquina. Nadie quería y nadie quiere ver.
Siguen muriendo aquellos con fundadas sospechas de que “su vida posible ya ha pasado”, aquellos que encuentran en cualquier sitio “la llaga y la herida que supura, los años perdidos, la memoria enferma, todo eso que persigue y duele”.
¿Quién no conoce alguien que sufra “una ininterrumpida pesadilla, un dolor sordo en el pecho, en el estómago, en el vientre, un acurrucase, el ovillarse de puro miedo”?
Fracasar, más fácil de lo que parece
Por eso sobrecogen Las pirañas, porque uno encuentra que lanzar la vida por la ventana es mucho más fácil de lo que parece. Así le ocurre a “nuestro hombre”, que enlaza decisiones equivocadas, irrelevantes a primera vista, pero que tejen su particular serie de catastróficas desdichas. De ahí que cualquiera pueda ovillarse entre sus páginas y mirarse en el espejo. Ay, qué poco me faltó a mí. Qué poco le falto a aquel.
“Nuestro hombre camina” y siempre encuentra “el bosque nocturno y cerrado, la hojarasca, las ramas podridas, el río oscuro y lento, la noche sin luna, la cueva, los sótanos, la casa clausurada… todos los lugares donde se encuentra a merced de sí mismo, a merced de su miedo, de su debilidad, de su nada”.
¿Y por qué no se cuenta? ¿Por qué esconder Las Pirañas? Quizá por culpa de personajes como el narrador, que ante las preguntas, responden: “No, señora, le agradezco su interés, pero no insista, no puedo enseñarle por completo este país de las pirañas. Ande, váyase usted que puede, vuélvase, ya se lo dijo el río llorando, usted a quien nada le ata a esta tierra, bon voyage”.
El camino de Sánchez-Ostiz
Lo mismo que ocurrió con Las pirañas sucedió con Miguel Sánchez-Ostiz, que se esfumó de un plumazo. O lo esfumaron. ¿Merecida o inmerecidamente? Depende de quién lo mire. Su independencia, su aversión al carril, le alejaron de su Pamplona natal, de Madrid. Hasta ahora escribía en el valle del Baztán, entre cuevas y bosques frondosos, donde es otoño casi todo el año, como en sus novelas. Porque Sánchez-Ostiz ha sido experto en el retrato del perdedor, como en Las pirañas, pero también en otras de sus novelas.
“A veces se trata de eso, de desenraizarse, de expatriarse, de dejar a un lado el paisaje que a uno le alienta y también le agobia para poder abrir otras ventanas, encontrar otras manos, otras miradas y otras voces que nos dan, sin proponérselo, noticias de otras vidas posibles, de otras locuras, otras patrañas y otras fantasías”, escribió en Peatón de Madrid, quizá premonitoriamente.
De vuelta a la palestra, después de decir sí a Limbo Errante para la nueva edición de Las pirañas, tuvo que volver a leer un libro maldito también para él. Nada de disfrute, ni siquiera una sonrisa. Lo dijo él mismo: “Los libros sirven para amueblar una vida, pero su ausencia también sirve para aligerarla”. Escribió este testamento de la tiniebla por un ajuste de cuentas consigo mismo, soltó lastre, pero ahora ha vuelto a una oscuridad que había olvidado, por lo menos sobre el papel.
Quizá se encuentre deambulando en el bosque con la reflexión del personaje de su primera novela –Los papeles del ilusionista– en la cabeza: “Sé que al final he regresado y sólo me inquieta el pensar si podré alejarme de esta casa alguna vez”. Él mismo, en carnes y sin personaje de por medio, también reflejó: “No hay regreso feliz, ni siquiera en el recuerdo”.
Sánchez-Ostiz, independientemente de filias y fobias, es incómodo. Tanto como para escribir mil páginas de la Guerra Civil sobre Pamplona y desde Pamplona, donde se mataba con nombre y dos apellidos. Algunos alaban su afán de justicia, otros dicen de él lo mismo que el propio escritor relató acerca del protagonista de La quinta del americano, otra de sus novelas: “Le gustaba expresar opiniones contundentes, más que nada por ver el efecto que producían en quienes le escuchaban, no porque fueran el resultado de una especial concepción del mundo”.
Aunque sus novelas son nueve meses de invierno y tres de infierno, eso se dice del clima de la Pamplona que lo alumbró, Sánchez-Ostiz también es una sonrisa pilla a la luz del mediodía, con los papeles de cualquier raro sobre la mesa, y el entusiasmo veinticuatro horas por sumirse en las estancias de su particular nautilus, algunas veces, como en Las pirañas, poco grato.
Entonces, ¿por qué escribe? “Es ese afán de atrapar el tiempo, de atrapar algo que a uno se le escapa irremediablemente; por eso escribe de la luz de la tarde, de las imágenes de las torres de la ciudad, de la fugacidad de unos encuentros hermosos; quiere descubrir y explicarse su mundo”. Lo dijo Sánchez-Ostiz en su primer dietario, morían los setenta. Fue en La negra provincia de Flaubert.