—Aló, embajada alemana.
—Primeramente voy a matar a cada hijo de puta alemán que vive en Colombia. Después les voy a meter bombas en Frankfurt, en Munich, en Berlín, en todo el país. Les voy a meter bombas por el culo, malparidos, hijos de puta, nazis, racistas, gonorreas. Los voy a matar a todos, ¿oyó? Los voy a matar a todos.
Este diálogo, mediante el que Pablo Escobar Gaviria amenaza a un representante de la embajada alemana en Bogotá para que el gobierno alemán no impida la entrada de su familia en el país, no es auténtico. Pertenece a la serie Narcos.
En realidad, aquel 28 de noviembre de 1993 Escobar llamó al Fiscal General de la Nación y le dijo que si el gobierno de Alemania humillaba o rechazaba a su familia, él tomaría “represalias contra los ciudadanos, los turistas, las empresas y los intereses de Alemania en Colombia”. En cualquier caso, da lo mismo. No creo que los términos de ese diálogo ficticio se diferencien demasiado del modo en que Escobar realizaba sus amenazas en realidad.
Del Pablo Escobar de Narcos me llama la atención casi todo. Hay algo magnético en ese personaje. Casi hipnótico. Llevaba años siendo acreedor de una serie como la de Netflix. Sin embargo, tal vez lo que más me sorprenda de Escobar es el esmero con el que protegía a su familia, la forma delicada y cariñosa que tenía de atender a los suyos, de cuidar a su mujer y arropar a sus hijos en cama para después sentarse con los miembros de su cártel en la terraza y decidir que la semana siguiente asesinarían a ciento diez personas inocentes en el vuelo 203 de Avianca.
De igual forma que Escobar ordenó asesinar —por mencionar al azar a una de sus víctimas— al ministro Rodrigo Lara Bonilla
Por su forma de proceder, nada diferencia a Pablo Escobar de un terrorista que comete un atentado a sangre fría o de un gangster que ejecuta a varias personas que se interponen entre sus negocios y él. De hecho, el narco colombiano encaja a la perfección en el arquetipo de jefe mafioso peliculero y cargado de tópicos. Es más, siempre me ha parecido que las concomitancias entre él y el capo por excelencia, Al Capone, resultan especialmente evidentes.
Sirva como ejemplo la conocida como matanza del día de San Valentín. De igual forma que Escobar ordenó asesinar —por mencionar al azar a una de sus víctimas— al ministro Rodrigo Lara Bonilla para evitar la extradición de ciudadanos colombianos a Estados Unidos porque le perjudicaba, Capone acordó la ejecución de todos los miembros de la North Side Gang de Chicago, la banda de Bugs Moran en la que se integraba la mafia irlandesa, para así librarse de la competencia en el control del alcohol y el juego ilegal en la ciudad. No es nada personal, sólo negocios.
Así, el 14 de febrero de 1929, los gangsters del Outfit de Chicago, el sindicato del crimen controlado por Capone, se presentaron en el norte de la calle Clark, en el barrio de Lincoln Park, simulando ser policías llevando a cabo una inofensiva redada más. Como tantas otras. Vestidos de uniforme, condujeron a los integrantes de la banda de Bugs Moran al interior de un garaje y los pusieron contra la pared con la excusa de tener que esposarlos. Los irlandeses no ofrecieron resistencia y, mientras permanecían de espaldas, los pistoleros de Capone abrieron fuego. Murieron todos menos Bugs Moran.
Sin embargo, no es sólo en la atrocidad de sus actos donde se asemejan el mafioso estadounidense y el contrabandista colombiano. Igual que ocurre con algún otro malnacido histórico —como Charles Manson, que igual te asesinaba a una docena de personas como publicaba un disco; o el propio Hitler, que tan pronto ordenaba iniciar la “solución final de la cuestión judía” como pintaba bucólicos paisajes al óleo—, tanto Capone como Escobar tenían una lado tierno y entrañable a pesar de su espantosa crueldad.
e materializó en la composición de melindrosas canciones de amor que escribía en su celda acompañado de una mandola
El de Escobar ha quedado de manifiesto al mencionar el adorable modo en que se comportaba en familia, entre ajusticiamiento y ajusticiamiento —se le atribuyen más de 4.000 muertes—. El de Capone, sin embargo, afloró mientras cumplía condena en la prisión de Alcatraz, tras haber sido encarcelado por evasión de impuestos. Y se materializó en la composición de melindrosas canciones de amor que escribía en su celda acompañado de una mandola, un instrumento de cuerda similar al bouzouki y de dimensiones superiores a la mandolina.
Para la historia tan solo han quedado dos, las únicas cuyas partituras se conservan: Madonna Mia y Humoresque. La primera se la dedicó a su mujer, Mae Josephine Coughlin, y fue subastada por el anticuario Kenneth W. Rendell en Estados Unidos en el año 2009 por 65.000 dólares. Su letra contenía versos tan deliciosos como los siguientes:
En un evocador jardín italiano
Mientras las estrellas resplandecían
Escuché una vez a un amante cantando
A aquella a la que él amaba
En aquel evocador jardín italiano
Bajo un cielo estrellado
Todas las noches él le cantaba
Su tierna canción de amor
Madona mía,
Tú eres las rosas en flor
Eres el encanto que se encuentra
En el corazón de una canción
Madona mía,
Con tu amor verdadero guiándome
Dejo que cualquier cosa me suceda
Las cosas nunca me irán mal
Sólo hay una luna sobre nosotros
Un sol dorado
Yo solo amo a una persona
Tú eres ella
Se trata, como se puede comprobar, de una composición a la altura de los más grandes cantantes. Es tentador soñar a veces con la forma en que sonaría si fuese interpretada por voces de renombre como Silvio Berlusconi, Jesulín de Ubrique o Cristiano Ronaldo. Pero es justo reconocer que la otra pieza de Capone, Humoresque, que se acaba de subastar en la casa RR Auction, en Boston, por 18.750 dólares, no desmerece de la anterior:
Pasión de humoresca divina
Tú emocionas y llenas mi corazón
Con gozo como una dulce sinfonía
En el aire flotas ligeramente
Y en mi alma tocas una nota
De pasión con tu melodía
Los rayos de sol juegan
Las flores y los árboles se mecen
Capturados en tu hechizo mágico
Los niños pequeños bailan
Los amantes se aman
¿Alguien se sorprende?
Todo el mundo canta
Resulta complicado imaginarse a Al Capone tañendo las cuerdas de su mandola en Alcatraz, inundando la prisión con su romanticismo de ascendencia italiana desde su celda. Es una escena difícil de evocar. Y ello resulta enormemente injusto.
Porque, en realidad, la razón por la que nos choca que un capo de la mafia dé rienda suelta a su vena creativa es la gran cantidad de prejuicios que habitualmente tenemos cuando se trata de asesinos sanguinarios y desalmados. Es como si, por el mero hecho de haber torturado y ejecutado a gente inocente, diésemos por hecho que son monstruos. Nos asombra que Hitler pintase, que Charles Manson cantase, que Pablo Escobar acunase a sus hijos o que Al Capone compusiese canciones de amor. Y no nos damos cuenta de que, a veces, los mafiosos, asesinos y engendros en general, también tienen su corazoncito.