Salvador Dalí hizo de su vida su mayor obra de arte. Hasta que murió. Cuando parecía bien muerto y enterrado a ojos de los miles de turistas que pasan a ver sus cosas, resucitó exhumado para dar a conocer a todo el mundo su ADN. En una gran performance, en la que participan policías, forenses, políticos, gerentes culturales, mirones, una losa de tonelada y media, una cúpula tapada antidrones, uñas y pelos, y una supuesta hija que quiere su apellido y sus derechos de autor. Si esto no es surrealismo, que resucite Gala (también) y estampe un huevo multicolor sobre el cadáver de su esposo, para rematar la astracanada daliniana.
Españoles, Dalí ha vuelto. Justo ahora, en plena ola de calor secesionista, ha salido de su mausoleo con el bigote intacto, tieso como la reliquia de un santurrón sin milagros. Las dimensiones del sainete han adquirido tintes políticos que trascienden a la pitonisa en busca de oropeles y minutos de tele. Regresa el hombre que provocó hasta en el testamento: dejó toda su obra al Estado español, en uno de los cortes de mangas más sonados a la sensibilidad catalana. Sí, Dalí presumió de un ADN español.
En sus últimas voluntades, el artista definió “heredero universal y libre de todos sus bienes, derechos y creaciones artísticas al Estado español”. Aquel de 1989 era el octavo testamento de todos los que redactó en sus últimos 35 años de vida.
La izquierda catalana estalló: “Dalí fue siempre fiel al dólar. La exención de impuestos que le proporcionó el Ministerio de Hacienda, junto con el marquesado de Púbol, hicieron de él un magnífico español”. Después de rajar, Josep Lluís Carod-Rovira -portavoz de Esquerra Republicana en el Parlament entonces- reconoció que la decisión del artista no le produjo ninguna “sorpresa”.
Pero Carod-Rovira, en realidad, se había quedado corto. “Dalí fue el único español que públicamente felicitó a Franco por las últimas ejecuciones del 75”. Son palabras de Jorge Semprún (1923-2011) a este periodista, en una de sus últimas entrevistas, en su casa de París, al hilo de unas memorias en las que apenas citó su etapa como ministro de Cultura.
Una herencia para dos países
Semprún terció en la ejecución política del testamento de Dalí. “Yo entonces tenía una buena relación con Pujol, porque era un hombre de derechas antifranquista. Había una manera de entendimiento con él”, reconocía el socialista, que participó de uno de los momentos más interesantes de la democracia española: la descentralización del país, frente a la política heredada del franquismo.
Esto pasó al salir de la iglesia, el día del funeral del surrealista español. Semprún se dirigió a Pujol para decirle: “President, no voy a cumplir con el testamento de Dalí”. “Y él me miró con aquel aire de campesino suspicaz. Y me dijo: “Nombraremos un comité de expertos que dictaminará qué obras de Dalí se quedan en Cataluña y cuáles van al Reina Sofía, que no hay ni uno allí”. Y así se hizo: se repartió”, recordaba Semprún.
“Había un cuadro que quería quedarme para el Reina Sofía, El gran masturbador. Pero él no sabía de qué le hablaba. La cosa se hizo bien, y al día siguiente temprano sonó el teléfono en mi despacho del Ministerio”. La secretaria, alertada, le dijo al ministro: “¡El vicepresidente al habla”. Semprún descolgó el teléfono y Alfonso Guerra le espetó: “¡Así que nos bajamos los pantalones ante los catalanes!”.
La invasión españolista
Dalí, el inventor del logo del Chupa-Chups, el bufón showman, el almirante interestelar del Ampurdá, el alquimista capaz de convertir la mierda en oro, el hincha de la quintaesencia españolista, el ilustrador de los colores, los valores y las virtudes de la monarquía, el favorito de Juan Carlos I, ha plantado sus despojos en el ojo de la tormenta. Si su vida fue su mejor obra de arte, su muerte lo supera.
Y desde allí celebra el sainete que ha parado al país, después de que desde Madrid se diera la orden de exhumar a aquella España, la que Cataluña había enterrado bien al fondo al poco de morir el genio provocador más conservador. Juan Manuel Sevillano, gerente de la Fundación Gala-Dalí, representante de la parte catalanizada de la herencia, ha manifestado su oposición a la decisión de la magistratura del juzgado de Madrid que instruye el caso. Asegura que la exhumación fue “precipitada” por falta de pruebas que avalen la afirmación de la demandante, Pilar Abel.
El portavoz de la Fundación considera la exhumación “un acto invasivo”. La invasión como martirio catalán, ejecutada por la magistrada (madrileña) que no ha tenido en cuenta “que los restos estaban en un museo que recibe a más de cuatro mil visitantes al día”. También ha agradecido Sevillano al juzgado número 8 de Figueres (catalán) que haya “mediado para que, al menos, [la invasión] haya sido por la noche”.
Surrealismo del bueno
El bufete Roca Junyet, que representa al centro de arte, asegura “desconocer las razones” por las que la magistrada ha decretado la exhumación. “La peticionaria debería aportar indicios suficientes de que su pretensión tiene fundamentos”. Los chicos de Roca Junyet -alabado padre de la ajada Constitución- reclamarán costes a la pitonisa y solicitarán “una declaración de error judicial” si la prueba del ADN determina que Abel no es Dalí.
Y Dalí, el pintor de los Francos y los Borbones, sembrando el caos post mortem, afila su bigote embalsamado e incorrupto y grita, mientras juega al cadáver exquisito: “SURREALISMO”.