El fotoperiodista Raúl Cancio tiene una certeza: Franco ha muerto. “Yo estaba en el diario Pueblo en ese momento en el que Arias Navarro, medio llorando, nos dio el gran titular de la historia de España. Sé que Franco ha muerto porque yo lo fotografié enterrado”, guiña. “Sin embargo, su fantasma aún pulula por algunos rincones de nuestro país. Esperemos que en cien años se haya ido del todo”.
Cancio sabe de lo que habla porque todo lo ha visto con su ojo sabio y panorámico, empuñando con dignidad la cámara. Es un pedazo vivo de esta España nuestra -la de las vendas negras sobre carne abierta, cantaba Cecilia-, es un observador emocionable que igual retrata los hechos que los humedece a golpe de lagrimal: muchos se asomaron a la vida trágica, convulsa y camaleónica de este país a través de su objetivo, y él rascó el mundo con el espasmo y la insignificancia del que no es parte pero está. Donde la humildad, la grandeza.
Trabajó en el diario Pueblo, en El Imparcial y, el resto de su vida, en El País. Ahora participa en el proyecto Españoles… Franco ha muerto (Libros.com), un libro de fotografía en dos volúmenes: el primero con sus imágenes, el segundo con las de la maestra Marisa Flórez. Son 50 años escuchando con los ojos. Y los ultrasonidos que le recogen aún hoy las pupilas a veces le suenan a antaño. “Hay momentos políticos actuales que son puras dictaduras. No voy a poner nombres ni letritas, pero algunos partidos son dictaduras -sin el volumen de hace 40 años-, tan reaccionarios, tan totalitarios… el jefe es el supremo, lo demás es su producto, y si alguien disiente, le purgan”, explica.
Reconoce que España sigue partida en dos: “Quizá ya no con esos bloques de los que hablaba Antonio Machado, pero mira, tenemos un caso muy notable, que es Cataluña. Lo vemos en el cartel de la CUP, en esa imagen tan insultante que me recuerda a la de Lenin barriendo o a la del nazi quitando judíos”. Cancio conoce la fotografía de la dictadura y la de la democracia. Evoca. “Con Franco era muy fácil fotografiar, porque no había política, no había partidos ni sindicatos, ni diputados. Todo era fútbol, toros, sucesos, frivolidades entre comillas, porque todo lo que se saliese de la moral católica recibía una censura muy fuerte en este país”.
La autocensura
Sonríe y cuenta que en el diario Pueblo “llenaban el periódico con mucha dignidad”, dentro de esa rutina suya de llevar todos los días al Ministerio de Información y Turismo las pruebas de páginas, las galeradas. “Allí había unos señores que serían de la nación católica, los censores, y con su lapicito rojo nos iban tachando todo, y a hacer puñetas”. Todo molestaba, todo. “También nos autocensurábamos nosotros, porque estábamos asustados. Me acuerdo de una fotografía que le hice a Luis Aragonés en la que celebraba un gol, saltaba con potencia, con la cara desencajada y con el puño cerrado y muy arriba. El subdirector de turno se acojonó y dijo ‘madre mía, esto es puro comunismo’, así que le pintaron, con fotomontaje, un dedo gordo saliendo del puño”.
Dice que la cámara para él es “un pararrayos, un escudo”. “Me la echo a la cara y me dedico a hacer fotos, porque si me quito la máquina, me caigo”. Así miró a su amigo, el jugador de baloncesto Fernando Martín -muerto en la M-30, víctima de un accidente de tráfico- sin saber que era él, así miró a Gabriel García Márquez -“en esas dos horas, callado, aprendí más que en muchos años escuchando a gente que no me interesa para nada”-, así miró a Dalí -“fue un duelo a ver quién disparaba antes”- y así miró a las brillantes María Zambrano y Doris Lessing: “Hay personajes maravillosos que sin ser guapos son atractivísimos, la cámara los quiere. Mira Zambrano con su colilla, con la ceniza cayendo; mira Lessing con la paz que da su gesto”.
Cree que tiene la responsabilidad profesional de “fotografiarlo todo”, pero que no todo es publicable. “Puedes contar lo mismo sin ser amarillo. ¿Para qué un muerto en dos trozos, para qué piernas, brazos y cuellos cortados…? El morbo nunca es necesario”. Piensa en atentado etarra más cruento que cubrió.
“El de Príncipe de Vergara con Juan Bravo, en la esquina del Hospital El Rosario, ahí nació mi hijo… fue a las ocho de a mañana, cinco o seis guardias civiles, una bomba en un coche… la fotografía que hice era un cadáver con una manta encima, zapatos, y encima un tricornio. No hacía falta nada más”.
La política española, antes y ahora
Para Raúl Cancio, Felipe González “ha sido el mejor presidente de este país con diferencia”. Él lo atrapó en una instantánea en sus años mozos, en sus tiempos mejores. ¿Cómo sería fotografiarlo ahora? ¿Qué ha cambiado en González, aparte del implacable paso de los años? “Antes parecía un gitanito guapo y ahora es un señor que parece banquero, director de banco; lo que nos ha pasado un poco a todos”, ríe. “De todos modos, por mucho circo que quieran montar ahora en el Congreso, por mucho plató de televisión que quieran hacer algunos grupos, la política no tiene la personalidad de antes, ¡cuando todo era nuevo…!”.
“Hay una foto del segundo libro, del que hace Marisa Flórez, que retrata a La Pasionaria y a Alberti, cogidos de brazo, bajando por os escaños. Esos personajes que habían sido perseguidos, que no podían entrar en España. Imagínate lo que era eso en el año 77. Si los hubieran visto así en la dictadura, habrían acabado en la cárcel o fusilados”, expone.
¿Y cuál es la foto que le gustaría hacer ahora, en el escenario político de la España de 2017? ¿Qué le sigue emocionando? “Lo más emocionante sería, hoy, fotografiar un abrazo maravilloso entre Cataluña y el Estado español, entre Puigdemont y Rajoy, o los que sea que gobiernen. Decir ‘bueno, hasta aquí hemos llegado, vamos a reconstruir, vamos a tocar la Constitución’. Yo no quiero que Cataluña se vaya de España, por dios de mi vida, por dios que no lo quiero, quiero ese abrazo, igual que lo querría con Euskadi, con Andalucía, con Canarias y con la madre que los parió”.