“¿Por dónde empezaste tú a ser mujer, Carmen?”. Es fácil imaginar a ese Umbral de 1976 -socarrón, lascivo, popular hasta la médula- entrevistando a la protagonista de Violetas imperiales -belleza lisonjera y franquista arrepentida de su destape- para su libro Mis mujeres (Planeta): cuestionándole el placer que se siente en las rodillas, fechándole la muerte de la virginidad, interesándose por el pecho que no le dio a su hijo. Don Francisco: camarada de las folclóricas nuestras, escritor devoto de la entrepierna, genio en transición -en viaje hacia el hallazgo de la dama y de la puta-. Es fácil, también, sonreírse de medio lado cuando uno ve aquellas conversaciones entrañables entre el columnista y la Faraona en el plató de Sabor a Lolas (Antena3). “Oye, Paco”, lanzaba la coplera, con mucha guasa, “yo leo esas cosas tuyas que haces en el periódico y quiero preguntarte por qué hablas tanto de los culitos de las mujeres”.
Y Paco entraba al trapo como quien charla con una comadre en un patio de luces, al caer la fresca. Al escritor le conocemos ya la sorna y le disculpamos la erotomanía con la que a veces eclipsaba su fascinación ibérica hacia el sexo femenino, porque Umbral fue de verdad el novio de España, de la suya -Suárez Garrido- y de la de todos los demás, con todo lo que eso cuesta: un país que aún se excita con sus subordinadas locas llenas de poesía y relieve, un país que le emula sin éxito y se refugia en las nuevas firmas de sus hijos bastardos, un país -qué tristeza- que aún no entendió que admirar a Umbral es renunciar a imitarle.
Umbral en los 70: por la menstruación y el sexo
El periodista que con tanto garbo lanzaba mentiras piadosas en sus crónicas -para que luego digan que no era buen novelista- pecó de incoherencia y de retroceso -tal vez sólo de polemismo- en su trato literario hacia la mujer. Miren que en los setenta Umbral era más feminista que el grueso de señoras de la época. Hablaba de la “vergüenza” de la menstruación como si él mismo sangrase: “Todo esto podía haber sido natural, riente, gozoso, cotidiano, pero te lo hicieron secreto, maldito, turbio, solitario y odiado”, escribió. “Dice la sabiduría familiar que eres mujer cuando se te presenta la ovulación por primera vez. No. Eres mujer cuando por primera vez se te presenta sin culpa, cuando por fin la asimilas, la atiendes, la vives e incluso la disfrutas”.
Y seguía: “La sexualidad femenina debe despertar a toda costa porque lleva muchos siglos dormida. Y para eso puede ser mejor, incluso, el arte de una condiscípula semejante a ti que la torpeza de un mozalgón inexperto, brusco y urgente”. Ahí Umbral, hablando del nacimiento sexual de la vagina como si también la poseyera, recomendando a las chavalas empezar a reconocerse con una amiguita empática antes que con un efebo torpe. Este gesto rompedor y lésbico resulta, al menos, tierno, porque el lector también entiende que uno de los dones del poeta -Paco lo era- es fingir que lo ha sentido todo, hasta la terminación nerviosa de su vulva imposible.
En otro de sus artículos, titulado Las women lib, el periodista aplaudía que la mujer hubiese comenzado a “utilizar la espoleta del sexo” en su movimiento liberador, “que es la que puede hacer estallar definitivamente la bomba”. Reconocía que podía ser “el paso definitivo”, ya que “la clave de la discriminación femenina por parte del hombre es primordialmente sexual, y primordialmente sexual, por lo tanto, ha de ser la contestación al apartheid”. “La vieja sufragista, las bostonianas de Henry James se mutilaban a sí mismas de más de la mitad de su cuerpo y de su vida para presentarse en la lucha frente al hombre como seres asexuados, como espíritus puros, como extraños individuos ni macho ni hembra (…) Renunciar al propio sexo fue un error tan grande como vivir exclusivamente confinada en el sexo, que era lo que había hecho la mujer tradicional. Sólo la nueva mujer emancipada, la de ahora mismo, se toma sí misma en pleno, y no sólo no se avergüenza de su sexualidad sino que se la arroja al hombre como primer desafío. En las manifestaciones de París, las mujeres van en torno de Simone de Beauvoir llevando balones dentro de sus suéters, como cómicos embarazos. En EEUU queman sus sujetadores en público”.
Su profecía: el matriarcado
Umbral escribía entonces a la vanguardia sensitiva de la hembra: le adelantó a la niña española cosas que no sabía que quería porque no sabía que existían. Dijo que la nueva feminista -la de entonces- había entendido que no iba a renunciar al hijo por lograr un puesto en una computadora. “Quiere el hijo y la computadora. Y, lo que es más significativo, empieza a no querer al padre de ese hijo”. Señalaba que a la mujer ya no la dejaban soltera, sino que se quedaba ella soltera. “Una raza de nuevas solteras, que nada tiene que ver con la solterona, ni tampoco con la sufragista (…) Un matriarcado de mujeres autosuficientes”. ¡Matriarcado! ¿Se imaginan? El escritor, de tan esperanzado que se mostró, planteó sistemas que moriremos sin ver aplicados.
“No se trata de conseguir mujeres con más derechos, más agresivas, más libres. Sino que también se trata de conseguir hombres con menos derechos, menos agresivos, y, en consecuencia, también más libres”. Umbral, feminista radical, todavía hoy. “Claro que hay extremos en que el revanchismo femenino -tan natural, por otra parte- fuerza las cosas y pone en peligro la armonía. Pero el sentimiento último y profundo de todo esto es una armonización total hombre-mujer”.
El regreso al hogar de la mujer emancipada
En algún punto las cosas comenzaron a girarse. En su texto La vuelta al hogar -respetuoso, inteligente, analítico-, Umbral reflexionaba sobre la reintegración de las mujeres estadounidenses -“allí donde [las mujeres] han conseguido más cosas que en ningún otro sitio, y en menos tiempo”- a las labores de la casa. “Este movimiento tiene para nosotros dos motores. Por una parte, las propias mujeres, decepcionadas del trabajo en las oficinas y en las fábricas, convertidas en una especie de hombre amateur, han vuelto a soñar con la casita en las afueras, las mañanas alegres entre los niños, en el jardín, y el paraíso doméstico de frigoríficos y exprimelimones. Por otra parte, la industria y el comercio han descubierto que la mujer, que ha venido siendo una máquina de comprar insustituible, compra menos cuando trabaja fuera que cuando está todo el día en casa. Así, pues, a las sociedades consumistas les interesa más la mujer como mercado que como plusvalía. Ella deja más beneficios en la tienda que en el empleo”.
Como siempre, se puede estar de acuerdo o no, pero Umbral seguía interesándose por la inquietud, la filia y la fobia femenina. Seguía observando la tendencia de la hembra como un gato agazapado, aunque según su tesis, parecía haber dado por finalizada ya la revolución feminista que antes había apoyado con tanto fervor. Cerramos el campamento y volvemos al fogón.
El último giro: las feministas contra el Cervantes de Umbral
El temperamento y la inspiración persistieron latiéndole en la firma, pero quién podría creer que a ese hombre en pugna rabiosa por la igualdad le iban a discutir el Cervantes desde el Movimiento Feminista con iracunda indignación. “El odio violento es la manera más pacífica que tiene de expresar su amor un marido, un amante, un enamorado”, escribió en una columna, cabreando a las activistas. “A uno le parece que tanta zurrapa no puede ser más que amor”.
Y siguió echándole leña al fuego: “Nos lo dejó dicho el árabe español con alma de nardo: azota a tu mujer todos los días, que ella sabrá por qué. Un poco machista, el dicho, pero a los árabes tenemos que disculpárselo todo, porque son nuestros espónsores de Platón, de la arquitectura y de tantas cosas”. Y claro: boicot que va. Las feministas culparon a las instituciones por premiar estos agravios.
Tampoco dejó muy bien Umbral a La Tani -condenada a 14 años de cárcel por matar a su marido, que la sometía a malos tratos-. “El movimiento popular a favor de La Tani está muy bien, y los hombres debiéramos hacer algo semejante cuando un marido, tras dejarse los cuernos contra una puerta, se mantea a la santa en plan jarrapellejos. Como dicen los árabes, ella sabrá por qué. De todos modos, uno cree que lo más civilizado y pacífico es tener otra de repuesto”.
Sin embargo, es el mismo Umbral el hombre que, en Matar chicas, abordaba con preocupación la sintomatía de la violencia de género. “La verdad es que ha venido la libertad y, como decían los antiguos, no estamos maduros. El marido veterano no se resigna ya a la monogamia, cuando lo que tiene en torno es la promiscuidad y la permisividad, empezando por sus hijos e hijas. Y esto engendra violencia contra la esposa. En cuanto a ésta, comienzan a fallarle los principios matrimoniales, sacramentales, que no tienen eficacia más allá de la parroquia, y se pregunta por el sentido de su clausura”, escribe. “El joven, por muy pop que tenga la conciencia, reacciona ante las libertades de la novia, la amiga, la amante, como un español tradicional, pero la nueva espaciosidad de nuestras costumbres, más la influencia violenta del cine y la televisión, le llevan a las soluciones de sangre (…) La muchacha, por su parte, ignora que el hombre sigue siendo un primitivo, aquél que cazaba mujeres en otras tribus (…) Quiere decirse que las libertades se han extendido por igual sobre buena parte de la polución, pero resulta que estamos todos en la misma fiesta de la libertad y no la conocemos. Lo que hay aquí es un joven que ha asumido su libertad, pero no la femenina, y una chica que ignora la realidad berroqueña del depredador”.
Escritor, no faro guía
Qué chirriante que ese periodista implicado sea el mismo que decía que el violador del Ensanche llevaba navaja para persuadir a sus víctimas, “si es que puede llamarse así a la beneficiaria de un polvo inesperado, azaroso, forajido y juvenil” y que “la hembra violada parece que tiene otro sabor, como la liebre de monte”. Fue un camino hacia atrás, el de Umbral con la igualdad de géneros, extremista en sus juicios -de un lado y del otro-, dulce, cruel, insurrecto, converso. Quizá entendió el feminismo como moda y lo exprimió hasta el hartazgo, para después golpearlo con triste sorna y unirse, de últimas, al clamor popular de una sociedad pestilente que se permite bromear con la violencia -y aderezar la risa con guiños eróticos- cuando ésta la padecen las mujeres.
La suerte con la que contamos hoy, diez años después de su muerte, es la de despiezar al escritor y quedarnos con su lucidez intermitente, con sus destellos visionarios, y no con las coñas chabacanas con las que complacía a los mamertos testosterónicos del momento. La suerte con la que contamos hoy, en realidad, es la de no difuminar al escritor convirtiéndolo en un faro guía. La suerte, siempre, es recordar su bofetada sin mano al padre de La Colmena: “La mujer debe tener en todo los mismos derechos que el hombre (…) Hasta los centristas han comprendido ya que la mujer no es un animal doméstico entre el perro y el caballo, como gustaba de situarla Cela”.