Ya se puede cumplir el gran sueño británico universitario sin haber pisado las Islas. Basta con abrir un libro y tornarse, al dictado de Pierre Mac Orlan, en el aventurero sedentario que viaja desde el sillón, colocando el dedo en el mapa; en este caso el de los college, el Támesis, las vidas por hacer y las primeras decisiones que marcan con rotulador indeleble el camino que viene.
Porque Cambridge sigue siendo ese “gran sueño” de licenciados y doctorandos. Con su oloroso prestigio y sus incontables “salidas”. Esa palabra tortuosa que invade las cabezas de todos aquellos que se asoman al precipicio del “mercado laboral”. Pero Cambridge también son los baches, las tradiciones absurdas, las vendettas académicas… Y otro porrón de ingredientes que no empañan el idealismo ibérico con el que contemplamos y ansiamos esta universidad.
Para conocer esa segunda parte, mucho más emocionante, novedosa y novelesca que la primera, conviene agarrar Cambridge en mitad de la noche, de David Jiménez Torres (Entre Ambos, 2018). El autor, ahora profesor universitario, ejerció allí el primer esprint de su profesión, cuando todavía miraba a sus alumnos con el “abril en los ojos” que diría Ruano, con veintipocos, igual que uno de sus recién paridos personajes, docente a pesar de su apariencia de estudiante.
Manifestaciones, borracheras y crisis
Cambridge en mitad de la noche son cuatro jóvenes con las piernas temblando por culpa del futuro. Peyró, director del Instituto Cervantes en Londres, llama a estas páginas “novela de formación”. Y lo hace con buen criterio porque, quizá, lo más jugoso del trabajo de Jiménez Torres sea mirarse en el espejo. Tanto para recordar lo que un día fue elegir en serio por primera vez como para saber lo que será; y ver plasmadas unas emociones que, en carne propia, son difíciles de digerir. Si no se hubiera mancillado el concepto “libro de autoayuda”, podría emplearse para etiquetar este. Los personajes de Jiménez Torres son redondos. De ahí su carácter imprevisible, pero el caldo en el que se cocinan los pasos en el segundo lustro de los veinte es el que es. Existencialista, denso, picante… Lo bueno de la literatura es poder elegir el cuándo y el cuánto.
Una chica que se desencanta de sus propias ideas en la manifestación que tanto esperaba -una suerte de "sí se puede", estilo Podemos, en el campus de Cambridge-, la Guerra Civil como explotación comercial obligada en una tesis, el odio que nunca debiste escupir en aquella noche de borrachera… Incluso un atentado yihadista que irrumpe en escena y llena de silencio los corazones obligados a latir tras la pérdida. Todas esas situaciones –y otras tantas, claro– quedan cruzadas en Cambridge en mitad de la noche, que no es una novela de acción, pero sí una novela que activa los resortes de la inseguridad y genera, con el ejemplo de sus protagonistas, el tormentoso viaje al interior de uno mismo, del que es muy difícil salir indemne.
El profesor que fue
David Jiménez Torres, profesor de Literatura en la Camilo José Cela, columnista de este periódico, y autor de una enjundiosa tesis acerca del periplo británico de Ramiro de Maeztu ha tenido la buena o mala suerte –esto habría que preguntárselo a él– de hacer doblete. Un extremo que beneficia al lector. Casi de forma simultánea, la imprenta ha brindado su El país de la niebla (Ipso Ediciones, 2018), perteneciente a la colección Baroja & yo. Un libro algo más breve, herramienta necesaria para comprender el anterior.
Aquí, sin la cortina de la ficción, Jiménez Torres se describe como el profesor que fue. Un joven que escribía esa novela que todavía no se llamaba Cambridge en mitad de la noche. Alguien que se enfrentaba al sugerente reto de hacer vibrar a sus alumnos británicos al ritmo de Zalacaín el aventurero, y de hacerles germinar con las semillas de El árbol de la ciencia.
También por culpa –o gracias a– de la suerte, queda desnudo el escritor. Sus dudas, sus vacíos, fueron parecidos a los de sus personajes. Por eso resultan tan de verdad puestos sobre el papel. Si se quiere abordar la lectura con afán detectivesco, léase primero la barojiana y luego la novela, así podrá pillarse al escritor con el carrito del helado en varias de sus escenas. Pero esto es como la Rayuela de Cortázar… el orden de los factores no altera el disfrute.