“La vida, toda, es un chiste. Nacer, morir… ¡menuda broma!”. Miguel Gila fue un genio capaz de hablar con la muerte por teléfono y pedirle que viniese mejor por la tarde, después del fútbol. En su casa, contaba, se leía La libertad, y en las comidas se charlaba sobre Blasco Ibáñez y Largo Caballero. Él, huérfano de padre, dibujaba para esquivar las fatigas de su infancia. “Yo tenía que nacer en invierno, pero como éramos pobres y no teníamos calefacción, me esperé a nacer en mayo”, diría después, en uno de sus sublimes monólogos.
Cuando quería lo llevaba más lejos: "Nací por sorpresa. En mi casa ya ni me esperaban. Mi madre había salido a pedir perejil a una vecina, así que nací solo, y bajé a decírselo a la portera. Dije: “¡Señora Julia, soy niño!”. Y dijo la portera: “Bueno, ¿y qué?” Dije: “¿Cómo que y qué? Que he nacido y no está mi madre en casa, y a ver quién me da de mamar".
Dejó los estudios a los trece años, empaquetó cafés y chocolates, curró en talleres, estudió dibujo en la escuela nocturnas de artes y oficios. Ya entonces se reía para sobrevivir. Luchaba por desacralizar lo solemne: el Ejército, la Iglesia -aquellos señores tan serios-, el pánico, las disciplinas, los himnos. Siempre su burla suave, su bola curva, fue directa a los poderosos. Siempre su gesto grave, medio tierno, despistado hasta el tuétano, reflejando a los tiranos del mundo.
“La solemnidad tiene la culpa de todas las desdichas humanas. Si todas las personas supieran reírse de sí mismas no habría guerras, ni violencia, ni frustración. La vida pasa en un suspiro, no hagamos de ella un asunto demasiado serio”: así queda reseñado en El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida, una maravilla de la edición que acaba de parir Blackie Books para celebrar los cien años de su nacimiento.
Cuando Gila se hizo el muerto
A los 17 años, recién estallada la guerra civil, se alistó como voluntario republicano. En el Viso de los Pedroches (Córdoba), formó parte de un pelotón de ejecución. Fueron a fusilarle en un día lluvioso y coincidió que los integrantes del piquete estaban pasados de alcohol. Fallaron sus disparos y Gila se hizo el muerto. Lo contaba en su libro Y entonces nací yo: memorias para desmemoriados: “Nos fusilaron al anochecer; nos fusilaron mal. El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado ‘Ábrete Sésamo’ de los vencedores de batallas”, relataba.
“El frío y la lluvia calaban los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: «¡Apunten!, ¡fuego!», apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros. Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la tierra empapada por la lluvia, nuestros cuerpos agotados de luchar día a día”, escribió.
En el campo de concentración
Después de aquella traumática experiencia, la cosa no mejoró. Acabó en un campo de concentración franquista, en Valsequillo. Cinco meses. Así lo recogió el doctor en Historia Contemporánea de la Universidad de Córdoba Francisco Navarro López en su Cautivos en Córdoba (Letrame): escribió el experto sobre las decenas de miles de cautivos a los que se forzó a realizar toda clase de trabajos. Ellos fueron el conejillo de indias, la amenaza en el aire con la que los franquistas acobardaban a todo aquel que no se uniese a los sublevados. Gila comía sólo una vez al día: una onza de chocolate, dos sardinas en aceites y un higo seco. “No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación”, escribió él.
Todo cambió, afortunadamente, cuando el comandante que dirigía las torturas fue sustituido por un nuevo teniente, que quedó horrorizado por la situación y suspendió los trabajos de pico y pala mientras ordenaba que trajeran alimentos suficientes para los prisioneros. Más tarde fue hecho prisionero en Extremadura. A este respecto, escribió: “Creo -es decir, estoy seguro- que mi identidad política terminó en diciembre del año 1938, en el frente de Extremadura, cuando, unos instantes antes de caer prisionero en manos de los moros de la 13.ª División del general Yagüe, tuve que romper mi carné de las Juventudes Socialistas”, lanzó.
“Pero la ideología que mamé en mi niñez, en mi casa de gente humilde y en las fábricas o talleres donde trabajé, sigue latente en mí. Este es el testimonio de un hombre que fue joven en una generación en la que el hambre, las humillaciones y los miedos eran los alimentos que nos nutrían”. Llegó la cárcel de Yeserías. Y la de Torrijos, donde conoció a Miguel Hernández. Un servicio militar de cuatro años y todo el trabajo mental posterior para sacudirse, nunca para siempre, los temblores de la guerra.
Hacer chistes con la guerra
Tanto fue así que la supo incorporar de forma cómica -hasta casera- a los chistes con los que empezó a triunfar en 1951. “¿Está el enemigo? Que se ponga”, descorchaba. “No es por chulearme yo, pero, ¡cómo mato! Un día en un combate le pegué un tiro a uno y dijo, 'que me has dao', 'pues no seas mi enemigo”. 'Ay, es que me has hecho un agujero'. 'Pues ponte un corcho'”. Él decía que era extraordinariamente dramático padecer una guerra entre “gente que hablaba el mismo idioma” y estaba sometida “a los intereses de caciques y generales de turno”: “Por ellos se mataban en el frente”. Él se dirigía al contrario con “esa familiaridad con que se trata a la gente cuando nadie siembra veneno entre ella”.
De los 13 a los 27 no vio ni un libro. Ni falta que le hizo, porque conoció el mundo en sus costuras más sangrantes y oscurantistas: "El humor es el espejo en el que se refleja la infinita estupidez del ser humano. Algo absolutamente necesario para seguir adelante”, sostenía. Y seguía disparando, sin munición: “Yo no he sido nunca ni oportunista ni fascista. Durante la guerra combatí el fascismo con un fusil en mis manos, y después de la guerra lo he seguido combatiendo con el arma que poseo: la risa. Mi arma es la risa y con ella me defiendo de quienes me quieren quitar la voz”.
En 1962 se exilió, como él mismo explicó, “por un empacho de dictadura”, y se fue a recorrer América Latina. Argentina, Cuba, México, Uruguay, Paraguay, Chile… allí conoció a unos chavales llamados Hemingway, Anthony Quinn o Lázaro Cárdenas. También leyó a otros que quizás les suenen: Chéjov, Pushkin y Buñuel. Decía que le costaba definir el humor. “Es como el amor, ni Freud logró hacerlo. Pero diría que el humor que yo hago es la maldad de los hombres contada con la ingenuidad de los niños, o al revés".