Esta es una historia sobre los símbolos y sus lecturas; los símbolos y sus contextos históricos; los símbolos reutilizados, reinterpretados, pervertidos; los símbolos como guiño, como arma y como bola curva. La última ironía cultural de Quim Torra ha sido sustituir el lazo amarillo de la pancarta a favor de “presos y exiliados”, en la fachada del Palau de la Generalitat, por un lazo blanco atravesado por una franja roja. Ni es un lazo blanco arbitrario, ni la franja roja es casual. Esta sencilla ilustración remite al imaginario patrio de 1977, cuando la compañía de teatro Els Joglars, dirigida por Boadella, estrenó la obra La torna, indignando a los altos mandos militares y armando tal zafarrancho que sus artistas llegaron a ser objeto de un consejo de guerra.
La torna, recuerden, evocaba las ejecuciones de Salvador Puig Antich y Heinz Chez en 1974 y suponía una enorme bofetada sin mano al franquismo. Su mordacidad y su crítica fueron rápidamente perseguidas. Se estrenó en el teatro Argensola de Barbastro (Huesca) y, tras sólo cuarenta representaciones más, fue censurada por el capitán general de Cataluña. Boadella, por su parte, pasó a ser detenido y encarcelado -posteriormente huido a Francia y formalmente exculpado en 1981-.
La bola curva de Torra
Todas estas consecuencias tan feroces y represivas, en medio de una Transición renqueante, impulsaron a la ciudadanía a iniciar una campaña contra la censura postfranquista que -aquí viene- eligió como símbolo la máscara blanca atravesada por la franja roja; junto al lema “Libertad de expresión”, el mismo seleccionado hoy por Torra para blanquear el independentismo. La performance del presidente catalán es especialmente aguda y especialmente satírica porque dispara en todas las direcciones.
Sus pretensiones son estas. En primer lugar, pasa a identificarse como un represaliado por el nuevo franquismo, es decir, por la nueva censura, hoy presuntamente impuesta por la Junta Electoral Central, que no le permite colgar del balconcito los dichosos lazos amarillos.
En segundo lugar, evoca la misma situación de alarma que se dio en 1977 y se engancha a aquel viejo clamor popular por la libertad de expresión -intenta validarse así, representándose a sí mismo como a otra víctima más de un presunto totalitarismo subyacente, justo cuando el debate sobre la censura está más abierto que nunca después de casos como el de Valtonyc, Strawberry, Cassandra Vera o Dani Mateo-.
Y, en tercer lugar, porque homenajea oscuramente a Boadella, reprochándole que la misma persona que se enfrentó al Régimen lidere hoy una campaña tan encarnizada contra el independentismo catalán. Todo un bombón envenenado.
La respuesta de Boadella
No es la primera vez que se usa este símbolo. Ya fue adoptado asimismo por Òmnium Cultural para su campaña Crida per la Democràcia, lanzada en julio de 2017 para reivindicar el derecho de los catalanes a expresarse en el referéndum de autodeterminación que el Govern de Carles Puigdemont ya había convocado para el 1 de octubre.
Boadella, preguntado por EL ESPAÑOL, dice que no le extraña que Torra use su símbolo. “Es un hombre amoral, no sabe lo que es la moral, en fin, no tiene dignidad alguna. Él utilizaría hasta los símbolos nazis, le importa un comino lo que es bueno y lo que es malo, no tiene ningún tipo de criterio ético, ése es su gran problema”, explica.
“En este caso se trata de un símbolo público, porque forma parte de los iconos públicos”, añade, pero no se siente golpeado por esta performance separatista. “Mis creencias son sólidas a mis años, y lo que pueda hacer este señor me tiene sin cuidado. Si me pusiese nervioso, estaría perdido: sólo hace disparates. El problema es que se lo dejan hacer: tiene una corte y el beneplácito de un Gobierno que le deja”.