Cuando en noviembre del año pasado el Ministerio de Cultura comunicó que la poeta uruguaya Ida Vitale bien había merecido el Premio Cervantes, los popes literarios -los escritores anclados en polvorientos sillones y los wannabes del periodismo cultural- levantaron la ceja. ¡Pero, cómo! ¡Si ya fueron premiadas la friolera de cuatro mujeres en 42 ediciones! Vitale -93 años, mujercita menuda, sencilla, graciosa, insulsamente fresca, bella, lucidísima- aún no se lo cree, pero ya llego el día.
Vitale es un tótem, una reliquia literaria, un pergamino resistente que guarda verdades antiguas estupefactas ante el mundo de hoy. En ella resucitan su maestro y colega Octavio Paz y sus compañeros de la generación del 45 Benedetti e Idea Vilariño, en ella sobrevive una exquisitez arrebatada por los palpitantes tiempos modernos. Crítica, ensayista, traductora; ciudadana exiliada a México; tocada por el don ese don de vivir “ajena a la dictadura palabrera”, haciendo gala de “otra forma de pensar fuera del vértigo simplificador”, como explicó el ministro de Cultura José Guirao. Ella hace otras cosas más bellas, más sutiles, como “interrumpir noblemente el silencio”.
“Leer algo no me nace, me nacería abrazar, decir cosas que serían absurdas y desacomodadas y absurdas, pero me saldrían del alma”, dice la poeta al empuñar el micrófono en el Paraninfo de la Universidad Alcalá de Henares. El público entona una risa tierna. Hoy Vitale es una hembra lírica que no habla la lengua de los bancos, que sufre por las burocracias. En julio de 2017 perdió a su marido y se encontró allá en Estados Unidos, donde vive, envuelta en dolor y en papeles que no entendía. Sigue alicatándose a este mundo raro que ahora, tan tarde, tan inesperadamente, la eleva como gloria cervantina. Qué oquedad y qué éxito, sin embargo. Será esto “un desventurado estar solo / un venturoso al borde de uno mismo”, como ella misma escribió.
Explicó que este galardón le parece “inconcebible” justo en este momento en el que “la opacidad del descenso imprime en mi vida una geometría ilógica e imprevistos recaudos”. A esa desubicación emocional se refiere: a esa despedida lenta, a esa complicación progresiva de los días y sus pequeños haceres. Aún guarda, no obstante, esperanza. “Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez (…) Una mágica fusión de caprichos me han señalado (como en una época aceptábamos algún suceso generoso con alguien muy querido que ya no está a mi lado), suponiéndolo, decíamos, manifestación de un eón bien dispuesto. Estoy agradecida. Emocionada”.
Habló Vitale de la influencia de su abuelo italiano. De su primera vez con Dante. De su manera de ordenar los libros y de toparse una y otra vez con la sección cervantina. De las ediciones antiguas. De cómo sonó entonces Pompa y circunstancia, sin ser Edward Elgar un músico clave en su parnaso musical. Ahí sintió, desde su escepticismo, desde su modo de “descreer con familiaridad tantas cosas”, que se estaba celebrando algún desajuste con lo “racionalmente ordenado”. ¿Y si el Cervantes iba a ser para ella? Hoy siente alegría, primero, porque “hablar en español es un valor añadido a la felicidad de este instante”: “Quizá suena raro eso de ‘agradecer en español’, pero es una guiñada a un escritor muy querido chileno, que se quejó de haber tenido que agradecer en alemán”, lanzó, con dulzura.
Contó la poeta que su devoción cervantina inicial carece de todo misterio. “Mis lecturas de El Quijote fueron libres y tardías. En realidad supe de él por una gran pileta que, sin duda regalo de España, lucía en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca de agua y día a día me familiarizaba con las relucientes baldositas que contaban sobre inolvidables cielos azules, polícroma historia de aquellos desparejos jinetes”, reveló.
Celebró que El Quijote haya estado siempre “habitado por lo real”. Celebró el respeto que muestra Cervantes a su personaje. “No lo rodea de magia ni de hechizos, no lo pone a disposición de tortuosos espíritus malignos. Hace que sus tropiezos nazcan de sí mismo, de esos deslices, de sus nítidas construcciones mentales, del adquirido delirio causado por peligrosas lecturas… deslices que tanto pasman, fascinan y encabritan a Sancho”. Qué hermoso lo resumió Vitale: el reconocimiento de los tropiezos propios. Como escribió Panero: “A ninguna voluntad sagrada de demonio o de dios debo mi ruina”. Esa era la condición humana.
Señaló la poeta que Cervantes creía que “no hay poeta que no sea arrogante y que no piense de sí que es el mayor poeta del mundo”: “No es mi caso, puedo asegurarlo”, sonrió. “Don Quijote no pensó jamás que ese género femenino al que se considera, por oficio, que hay que honrar y defender, pudiera caer en tan osada presunción… y estoy segura de que acertó”. Pidió perdón, ya de salida, por lo que ella llamó “la audacia de venir aquí, a este lugar, y meterme a hablar de Cervantes”. Sólo es, dijo, una “artesana del oficio” que sigue trabajando en encontrar la palabra más precisa.