Lo guapo. Lo bonito. Lo bello. Pero sin pretensiones de entrañable o cariñoso, lejos de su obturador los efectismos, las trampas y tramoyas de quien crea realidades paralelas. Si la fotografía captura un instante fugaz, Luis Gaspar aprieta el botón cuando ya ha logrado que todo esté bien.
No más que bien. En su bien correcto.
Si Luis mira es por algo. Si dispara es que ahí está esa fugacidad. Él espera y la genera, dialoga con su luz y acomoda las texturas, las velocidades y las lentes, se contonea y no se contorsiona, porque no fuerza ni exprime, quizás te destila. Con placer en el proceso, con calma en el disfrute, con paladeo en la cata final. Lo que después impresiona Luis Gaspar en su estudio es un maridaje, uno guapo, bonito y bello, entre el modelo y su arte.
Nunca busca sabores estridentes, ni desnuda cuerpos sin alma, porque no hay otro objetivo que el de su cámara, herramienta entre otras para lograr la clara quietud de sus imágenes.
Las exquisitas dimensiones de su bajo volumen. La fluidez estática de su estética.
Otra herramienta es la palabra. Como un río es su conversación. Podría uno pensar que es oficio la habilidad con que halla la calma interior de su modelo, y quizá lo sea, pero eso significará que nunca hubo más opción para Gaspar que devenir en atmósfera, una presencia perfectamente visible pero indefinible, como la de sus fotografías, que se dirían acariciables, a veces sedosas, otras de melocotón o empolvadas, en todo caso humanas, incluso si el modelo es un objeto inanimado: un sofá, una fruta, un papel.
Luis Gaspar es una atmósfera, decíamos, que agrada respirarse y ser respirada, como un aire en calma se posa ante la realidad y la abraza por todos sus pliegues, la ilumina con su hablar cultísimo, la envuelve con su amor a la paradoja, depresivo que alegra, conversador de silencios, mirón que agrada.