La vedette franquista Celia Gámez se ha convertido en el nuevo icono de Vox, que ha celebrado su entrada en el Ayuntamiento de Madrid -y la salida de Manuela Carmena- con una imagen que reza “¡Ya hemos pasao!”, en alusión al chotis que interpretaba la cantante. A Gámez se la recuerda en imágenes ocres con sus diademas y sus collares, sus dientes pequeños y oscuros y su mirada insoslayable, con el gesto desafiante de la artista que se sabía protegida y aupada por el régimen.
Era hija de emigrantes malagueños y nació en Buenos Aires en 1905, pero con veinte años se trasladó a España junto a su padre para cobrar una herencia y la suerte le comenzó a sonreír. Cuentan que iba tarareando coplillas en un tren de Barcelona cuando su vecina de vagón acudió a comprobar a quién pertenecía esa voz, fascinada: resultó que esa señora era nada más y nada menos que la Marquesa de la Corona, que organizaba un tradicional festival benéfico, y que se interesó enseguida en la pizpireta joven.
De ahí que Celia pudiese debutar al poco en Madrid en el Teatro Pavón. Desde entonces las contrataciones llegaron rodadas: en breve se hizo la reina del Teatro Romea, bautizado como “el templo del arte frívolo”, donde se ganó el apodo de “La Perla de Plata” por parte de los cronistas y acaparaba las miradas de unos y otros mientras ella se entregaba al tango, al chotis y a lo que le echasen.
En 1926 se convirtió en la vedette dorada del Teatro Eslava y en 1931 terminó de consolidarse con el éxito de Las leandras, de donde salieron números tan populares como El Pichi -“es el chulo que castiga”- o Los nardos -ya se la saben: “Lleve usted nardos, caballero, si es que quiere a una mujer”-.
Sus adeptos hablan de su belleza, de su arrolladora personalidad y de su capacidad de adaptación al Madrid de la época, con todo lo que eso significa: sus concesiones al fascismo, su inigualable forma de ponerle ojitos a reyes y generales. Ya en su juventud se rumoreaba que tuvo un romance con Alfonso XIII, sin desdeñar el affaire con Millán-Astray. Con todo, cuando estalló la Guerra Civil, regresó a Argentina cargada de potenciales pelotazos musicales y se dedicó durante un tiempo al cine, rodando Murió el sargento Laprida y El diablo con faldas.
La burla al 'No pasarán'
Volvió a España en el 38, antes de que la guerra llegase a su fin, y lo hizo prácticamente custodiada por el ejército golpista, instalándose en la zona controlada por Franco. Al poco grabó para ellos Ya hemos pasao, la canción que hoy recupera Vox, y que surge como una réplica satírica a la consigna de la República, el mítico “No pasarán”. Así la canta Gámez: “Era en aquel Madrid de hace dos años, donde mandaban Prieto y don Lenín, era en aquel Madrid de la cochambre, de Largo Caballero y don Negrín. Era en aquel Madrid de milicianos, de hoces y martillos, y soviet; era en aquel Madrid de puño en alto, donde gritaban todos a la vez: ¡No pasarán!, decían los marxistas; ¡no pasarán!, gritaban por las calles; ¡no pasarán!, se oía a todas horas, por plazas y plazuelas con voces miserables”.
No se cortó tampoco a la hora de celebrar su nuevo Madrid franquista: “Este Madrid es hoy de yugo y flechas, es sonriente, alegre y juvenil, este Madrid es hoy brazos en alto, y signos de facheza, cual nuevo abril. Este Madrid es hoy de la Falange, siempre garboso y lleno de cuplés. A este Madrid que cree en la Paloma, hoy que ya es libre, así le cantaré”. Y se llamaba a sí misma “facciosa” y “rebelde”: “¡Ya hemos pasao!, decimos los facciosos, ¡ya hemos pasao!, gritamos los rebeldes. ¡Ya hemos pasao!, y estamos en El Prado, mirando frente a frente a la señá Cibeles”. Un himno que también se atribuye el partido de Abascal sin pudores, en pleno retrato, en plena declaración de intenciones.
Cuando quiso volverse recatada
El perfil artístico de la musa falangista se vio reprimido por los tiempos del nacionalcatolicismo, como era de esperar, y acomodaba sus atuendos sobre el escenario a lo que deseaban los feligreses del régimen: nada de exhibición carnal, poco escote, poca pantorrilla. Gámez tiraba de mallas y buscaba la respetabilidad de su público conservador, así que acabó abandonando su vida sexual libérrima y se casó en la Iglesia de los Jerónimos con un médico llamado José Manuel Goenaga, con estrepitoso resultado. No pasó desapercibida, ni ese día ni nunca, porque la boda recordaba a aquel enlace de Lolita en el que Lola Flores gritaba “si me queréis, irse”.
La afluencia fue descomunal, los curiosos se amontonaban, y, por si fuera poco, el padrino fue el mismísimo Millán-Astray. El matrimonio, qué sorpresa, duró menos que un silbido, y ella se dedicó a alimentar su leyenda vistiéndose recurrentemente de hombre en sus shows y tonteando con sus bailarinas, llegando a fingir que las cortejaba y que tonteaba con sus besos. Unos y otros le levantaban la ceja y ella se divertía imprimiendo esa estela lésbica.
La Transición acabó con su mito: dejó de ser cool juntarse con ella, y envejeció en el olvido, empobrecida por su afán derrochador. Se sintió tan expulsada de España, tan poco objeto ya de simpatías, que acabó volviendo a su Buenos Aires, donde murió en una residencia de ancianos, presa del Alzheimer, sin recuerdos de los tiempos de gloria y de ningunos otros.