“Hoy me da pena todo: los árboles desnudos, / la calle solitaria, la tarde tan callada, los sollozos del viento que pasa enloquecido, / la canción melancólica de la fuente lejana. / La feliz inocencia de aquel niño que ríe, / la pureza inefable de sus pupilas claras, la belleza infinita de su corazón limpio / que ha de saber tan pronto todas las cosas malas”. Lo escribió una poeta. Una sindicalista. Una “virgen del stadium”, como la definió César González Ruano. Lo escribió una periodista, una lesbiana feminista, una atleta, una republicana. Lo escribió Ana María Martínez Sagi (1907-2000), una mujer excepcional que cultivó todas las artes, todos los pensamientos, todos los deportes -hasta los oscuros, los de la rebeldía y el desafío-.
Fue molesta desde temprano, la niña lúcida que nació en un nidito apacible de la burguesía catalana. Ana María era la tercera de cuatro hermanos y sin embargo fue la primera en revolverse contra la figura de la dama que sus padres esperaban de ella. Él era un acaudalado empresario textil y tesorero del Fútbol Club Barcelona: su hija contaba que “se desvivía por auxiliar a sus obreros cuando les sobrevenía alguna desgracia y era frecuente que los visitase, en barriadas misérrimas, para aprovisionarlos de víveres”.
Ella, una señora convencional que intentó inculcar a sus crías un espíritu hogareño que no convencía en absoluto a Ana María: así lo explica Juan Manuel de Prada en el prólogo de La voz sola (Fundación Santander), que ahora recoge su obra fundamental. Toda su vida nuestra escritora arrastró una relación espinosa con su madre.
El cuerpo
Era muy pequeña aún cuando, trasteando un día en casa, encontró en un armario un gorrito de marinero con una cinta azul sobre la que su madre había bordado con letras doradas "Alejandro": fue así como descubrió que habían deseado que naciese niño. En su hogar no se hablaba en catalán. Sus progenitores lo consideraban "lengua de payeses". Fue su niñera Soledad la figura más relevante en su infancia: con ella aprendió "la música y los giros del catalán, aprendió a rezar y a soñar, a exorcizar sus miedos y a alimentar su fantasía", con ella aprendió "a montar en los tranvías atestados y a desenvolverse entre el bullicio de la Rambla" -escribe De Prada-.
La chavala vestía moderna y su madre amenazaba con desheredarla. Ligó con su profesor de la Escuela de Artes y Oficios. Tenía problemas para menstruar: luego el mismísimo doctor Gregorio Marañón diagnosticó que sus ovarios y su matriz habían quedado atrofiados. Por recomendación médica, comenzó a hacer deporte y pronto empezó a batir récords: lo mismo le daba el esquí, que la natación, que el tenis. Llegaría a ser campeona nacional de lanzamiento de jabalina. A los 27 años se convirtió en la primera mujer miembro de la junta directiva del FC Barcelona y en la primera gran directiva futbolística.
La mente
Martínez Sagi concebía el deporte como un trampolín para que la mujer alcanzase la modernidad; una forma de enlazar cuerpo y mente para tomar conciencia de una misma y volverse poderosa -lo que algunas feministas contemporáneas llaman empoderarse-. A pesar del valor que colocó en el músculo y en la carne, Ana María era esencialmente una intelectual. Y una punki. Lo dejó claro ya a los 19 años, cuando empezó a publicar en el suplemento femenino del diario Las Noticias. Sus artículos periodísticos miraban el mundo con clarividencia, con arrojo, con vanguardia.
Hablaba con todo el mundo, bebía de todas las fuentes de la sociedad. Entrevistaba a un mendigo y a una prostituta y les trataba con los mismos honores que a un político catalán: porque era horizontal, porque entendía de dignidad, porque quería conocer la realidad pieza a pieza, asumiendo que todas eran igual de importantes.
Se arrancó el último pelo de la lengua y empezó a escribir -o a disparar- en prensa sobre el sufragio femenino, dejando en pañales a esa izquierda hipócrita que quería tutelar a las mujeres -no fuese que no votasen lo que ellos querían, influenciadas por sus maridos o por la Iglesia-. En el contexto de su activismo feminista, fundó el primer club de trabajadoras de Barcelona, que pretendía impulsar la alfabetización de la población femenina. También arremetió dialécticamente contra la aristocracia y la monarquía. Su exposición política -tan obvia- le jugó malas pasadas, y decidió rebajar levemente el tono.
La poesía
A finales de 1929, Ana María publico Caminos, su primer poemario; una obra "amorosa y triste que busca por caminos espinosos, que arañan y muerden -caminos de dolor- ese dulce sufrir, esa ansia ácida, creadora de los héroes inmortales del poema y la novela, que se llama amor", como dijo entonces la prestigiosa Sara Insúa. En ese libro se desviste, se derrama, se confiesa. Se observa en Luz y barro, uno de sus poemas más memorables, en el que revela lo mucho que le repugna el hombre sátiro: "No te acerques pues, hombre. Tú estás hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa. / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha".
Ahí asomaba ya, de alguna manera, su inclinación lésbica. Fue ese poemario el que elogió locamente la escritora Elisabeth Mulder, otro ser brillante como ella, y al tiempo acabarían conociéndose y entablando una relación íntima "que para Mulder, seguramente, no significó lo mismo que para nuestra autora", precisa De Prada. Lo cierto es que Elisabeth ya era poeta consagrada, había enviudado joven y tenía un hijo pequeño, de siete años. Ana María no era su prioridad.
A Mulder le dedicó El encuentro: "Me encontré frente a ti. Me miraste. / Pude yo aún balbucir una frase banal. / Fue tu sonrisa lívida... Más tarde te alejaste. / Después nada... La vida... Todo ha seguido igual". Sería su musa recurrente -y maestra literaria- en Inquietud, su siguiente obra, y en Amor perdido, y, una vez más, en el libro inédito La voz sola, que es el que hoy nos ocupa. "Todos esos poemas son constantes referencias a unas vacaciones que ambas autoras pasaron juntas en Alcudia (Mallorca) durante la Pascua de 1932 y que tal vez fueron la culminación de su problemático e intenso idilio, también el embrión o detonante de una posterior ruptura".
Mujer-esfinge,
misteriosa, enigmática, compleja.
Abismo de inquietud, sima profunda,
captadora de estrellas.
De Prada llega a sostener que a Mulder acabó resultándole "algo embarazosa" la veneración que Ana María le tributaba. Se sintió agobiada, le cogió tirria: tenía pánico de que su relación homosexual acabase calando su literatura. Es más, de que la transparentase. Hubiese sido un escándalo que podía haber acabado con su carrera. Tampoco el entorno de Ana María lo hubiese entendido.
Al terminar la guerra civil, nuestra poeta se exilió a Francia, donde formó parte de la Resistencia. En la década de los cincuenta, se fue a EEUU a dar clases de francés en una universidad. Volvió a España en 1975, con Franco ya muerto, y quiso pasar desapercibida: no agitó más los lugares de sus buenos recuerdos. Detestó siempre en bajito al país que nunca entendió sus ansias de igualdad y de libertad. El país que no entendió que ella era todas las mujeres.
Es en mi sangre en mi cuerpo
donde me dueles España.
En mi pensar libre y limpio.
En mi alma.
Como una cruz
clavada.
(...)
¿Qué hiciste de Fray Luis
de Cervantes de Quintana
de Quevedo de gracián
de la fabulosa hazaña
que Colón preso insultado
ofreciera a tus monarcas?
(...)
Destierras. Persigues. Odias.
Condenas. Calumnias. Matas
la flor de la inteligencia
de la entereza y la gracia.
Desagradecida tierra.
Intolerante. Iletrada.
La que desterró a Unamuno.
La que asesinó a mansalva
a aquel poeta inocente
que a los gitanos amaba.