“BARCELONA IS ON FIRE”, titulaba la semana pasada una influencer rusa posando delante de un estupendo cubo de basura ardiendo. Que dios nos asista, pensé. La vida se ha convertido en el escenario de la peli que nos hemos montado en nuestra cabecita de instagramers. Una peli previsible hasta la náusea, comercial e involuntariamente cómica que realmente no habla de nada, y en la que tampoco sucede gran cosa.
Localizaciones, vestuario, secundarios… Todo está dispuesto para insistir en la sonrojante idea de “yo molo”. Ese es el tema: molar. Y si hay cameos de famosos, pues mejor: más audiencia, más taquilla. ¿La conflictividad social? ¿La represión policial? Irrelevante, aburrida. Los actores tienen que estar guapos y parecer forrados. Punto. Lo demás es accesorio.
El deliberado ejercicio de descontextualización que rompe la relación entre significado y significante de las fotos `lifestyle´ más lamentables de Instagram ha encontrado su máxima expresión en el post de esta zumbada, pero en verdad es algo que viene sucediendo desde los posados en cementerios de judíos en Berlín o las fotos con negritos en el Congo (otro clasicazo) o sea, desde los inicios de la Web 2.0.
El sábado le solté una buena perorata sobre esto a un conocido capo de la moda en Instagram durante un evento de esos a los que unos van a hacerse fotos y networking, y otros -culpable- a ligar y a emborrarse gratis. La fauna local era más o menos la de siempre: mileuristas con outfits de 800 pavos. Humans of late capitalism, como reza el meme. El caso es que, cubata en mano, le terminé diciendo: “¿Sabes esos bares en los que el dueño decora una pared con fotos de futbolistas, actores de la tele y gente de la primera generación de OT que han ido ahí a comer croquetas? Pues a eso me recuerda tu instagram”. El pavo, claro, me dio la espalda inmediatamente. “Es así”, dije buscando la aprobación de otra chica que miraba fijamente al suelo. Era hora de irse a casa.
Creo que hay dos tipos de influencers, igual que hay dos tipos de ricos: los influencers, a secas, y los `nuevos´ influencers. Los segundos se diferencian de los primeros en que proceden directamente de Instagram y no son músicos, ni pintores, ni actores, ni memeros, ni nada de nada. Son solo cuerpos. Cuerpos a los que las marcas cubren con abrigos, pamelas y chancletas, y de cuando en cuando ponen a remojo en piscinas de hoteles 5 estrellas.
Se trata de una nueva raza de garrulos con pasta que constituye un imaginario del éxito basado casi exclusivamente en el exceso y la vacua tontería, y cuya influencia social se limita a generar más y más riders pillando a plazos Iphones y Balenciaga. Lo cual no tiene por qué ser necesariamente malo, pero a mí lo que me sugieren todas esas imágenes deshonestas en playas idílicas o en medio del desastre es una palabra, un concepto: basura. Porque todas hablan de lo mismo, de molar, o sea, de cubos de basura (gris, dirán algunos) a los que ya tardábamos en prender fuego.