Concepción Arenal -que nació en Ferrol en 1820, que se peinó con moño bajo, que no se resignó jamás- es otra damnificada por el olvido patrio, otra hembra genial desdeñada por los sillones casposos, por los señores soberbios, por la misoginia literaria. Ahora la premian, tarde pero mejor que nunca, mediante el galardón a la prestigiosa Anna Caballé, Premio Nacional de Historia por su último libro, Concepción Arenal, la caminante (Taurus), y por haber sido capaz de “reunir todos los requisitos de excelencia en una obra de historia” y rescatar a “un personaje todavía no suficientemente reconocido pero importante en la historia de España”.
Arenal fue niña huérfana desde los nueve años, cuando su padre, un militar vilipendiado por su ideología liberal -con la que contradecía el régimen absolutista de Fernando VII- murió después de caer enfermo varias veces en prisión. Vivió entonces con su madre, sus dos hermanas y su abuela, de quien mamó una severa educación religiosa que condicionaría todo su pensamiento, toda su escritura, todos sus proyectos para reformar una sociedad llanamente injusta. Una sociedad que expulsó a su padre por ser disidente y que intentaría expulsarla también a ella por su cerebro regurgitante y su condición de mujer.
La primera, en la frente: fue autodidacta, bebió de filósofos franceses por su cuenta y con 21 años tuvo que disfrazarse de hombre para poder ingresar como oyente en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid. Ya lo ven: se cortó los cabellos largos, se puso levita, capa y sombrero de copa. Esos estudios estaban vetados para las jóvenes.
Cómo parecer un hombre para ser mujer
Sus colegas la ¿lo? veían como a un muchacho silencioso. Un provinciano, decían otros. Un excéntrico, en cualquier caso. Ella, de haber sido preguntada, se hubiera definido a sí misma como un “vaso negro que todo lo que tocaba lo teñía de tristeza”. Aunque el engaño del travestismo no duró mucho, porque el rector la pilló, la retaron a cursar un examen que superó con una nota tan brillante que los responsables de la universidad no tuvieron más remedio que dejarla asistir a las clases. Lo haría tres años, desde el 42 al 45, eso sí, con infinita parafernalia. Un familiar suyo tenía que recogerla de casa y presentarse con ella en la puerta del claustro. Allí la recogía un bedel que la llevaba a un cuarto en el que se quedaba sola hasta que el profesor de la clase que iba a dar volvía a ir a por ella.
La niña Concepción de mano en mano, tutelada por unos y por otros, infantilizada a pesar de su bestial inteligencia y capacidad de gestión. La sentaban en un espacio aparte al del resto de sus compañeros, escuchaba la lección y, al concluir, volvía a ser recogida por el profesor, que la dejaba apartada en la habitacioncilla hasta la clase siguiente. Así cada día.
No obstante, ni pudo matricularse ni recibió ningún título. Tenía prohibido charlar con el resto de alumnos. El mensaje que le quedó claro: para existir socialmente había que ser hombre. Para poder oír, había que ser hombre. Para poder intervenir, había que ser hombre. Por eso siguió disfrazándose de caballero para acudir a tertulias políticas y literarias. Conoció al abogado Fernando García Carrasco, 15 años mayor que ella, y se casó con él: sorpresa, fue un matrimonio igualitario. Ella se enamoró de su mente abierta. Colaboró con el periódico La Iberia y, a la muerte de su marido por tuberculosis, ocupó su puesto como editorialista en el medio. El problema fue que en mayo de 1857 se aprobó una ley que obligaba a firmar todos los artículos en prensa… y Concepción queda fuera. Su nombre no vale, no vale, ¿no valdrá nunca? ¿Qué hay que hacer en este país para que te lean como a un ser humano?
Caridad del Estado, no de la Iglesia
En 1860 publicó el ensayo La beneficencia, la filantropía y la caridad ocultando su identidad: con él ganó el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Empleó el nombre de su hijo Fernando. Volvió a ser descubierta, ahora por la Academia, y dejó una pregunta flotando en el aire: ¿por qué no se puede premiar a una mujer? Concepción Arenal era una revolución en sí misma, una mujer distinta a la mayoría, “poseída por su afán de saber”, como ha detallado Anna Caballé. Siempre la miraron como a una loca, como a un ser que vestía extraño porque era extraño. A pesar de todo, la duda sembrada acabó germinando y recibió el premio por su ensayo.
Arenal siempre tuvo un interés inusitado por los marginados del sistema, pero no entregaba a ellos esa mirada sencillamente religiosa ni falsamente piedosa con la que muchos pretenden sólo salvarse a sí mismos: su acercamiento al concepto era filosófico. Ella entendía la caridad como un deber social, político y moral, y quería arrebatar ese trabajo del monopolio de la Iglesia. Sentía que era responsabilidad del Estado, que se hacía el sordo y el ciego ante las demandas de los necesitados. Quizá por eso siempre fue observada con sospecha y cierto rechazo por parte de los católicos, que la consideraban una hembra molesta, una heterodoxa. Hasta llamó “ignorante” al clero y propuso el sacerdocio femenino.
Renovación de las cárceles
En el año 1864, tras su trabajo Manual del visitador del pobre, fue elegida por el gobierno existente como Inspectora de las cárceles de mujeres. Más tarde también desempeñaría el cargo de Inspectora de las Casas de Corrección de Mujeres. Ella fue quien pensó el modelo celular de cárcel, quien fomentó que al mando hubiese funcionarios preparados y, muy especialmente, quien intentó hacer que la prisión no debía ser sólo un instrumento punitivo, sino una oportunidad de recuperar al preso para la sociedad. Lo tenía claro: “Abrid escuelas y se cerrarán cárceles”. También creía que “el amor es para el niño lo que el sol para las flores; no le basta el pan, necesita caricias para ser bueno y fuerte”, que el hombre aislado “se siente débil, y lo es”, y proponía la compasión como clave de la paz social.
Dictaba las Conferencias Dominicales para la Mujer en el paraninfo de la Universidad y participaba en la creación de la Asociación de la Enseñanza de la Mujer y la Escuela de Institutrices. En el 69 publica La mujer del porvenir, un libro radicalmente feminista que destruye las teorías que promueven la idea de la superioridad biológica del hombre. Abrió debates hasta entonces imposibles de plantear, como la disparidad de sueldos de las trabajadoras frente a los trabajadores. “Es un error grave y de los más perjudiciales inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre (…) Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independientemente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene derechos que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie”, lanzó en La Educación de la Mujer.
Ahora, gracias al Premio Nacional de Historia a Anna Caballé, dotado con 20.000 euros, podremos recuperarla del todo: es probable que nos haga más falta que nunca. Ella, que a menudo montaba pollos cuando se le negaba un premio por ser mujer -miren cuando publicó uno de sus trabajos no galardonados con el rencoroso título de Apelación al público de un fallo de la RAE-, hoy sonreiría al ver el éxito de Anna Caballé. Esta es su mejor venganza.