La agencia de turismo Bushmasters abandona a sus viajeros en plena jungla amazónica de Guyana con un poco de agua y comida, un machete, un arco y unas flechas. Durante los primeros días, miembros de la tribu macushi les enseñan a construir un refugio, pescar o localizar agua potable. Todo por 2.100 euros (vuelos aparte). Pero en ocasiones el sueño de huir de la rutina y ser un salvaje (por unos días) se diluye cuando vemos al líder de la tribu con un smartphone o a una nativa con una camiseta de Coca-cola o Levis. Entonces el turista, como buen colono, se frustra; el salvaje no es tan salvaje como esperábamos.
Pero a veces no hace falta coger un avión para hacer turismo. En los últimos tiempos hemos asistido a una exotización de la clase obrera y en general de las clases populares que es menester traer a colación. Así, nos encontramos con artículos que nos recuerdan que, aunque la arquitectura de los edificios es horrible y la gente no recoge las cacas de los perros, vivir en un barrio del extrarradio quizá no sea un infierno y no hay que rezar por su gentrificación (Sabina Urraca, El País de las Tentaciones).
Descubrimos en Twitter que los bakalas, "aunque no lean demasiado, comen mejor el coño que cualquier modernillo hipster"; la sexualización de la clase social y el mito del obrero empotrador que, en última instancia, sólo sirve para eso. E incluso podemos vestirnos como un chaval de barrio aunque estemos podridos de dinero; se venden riñoneras de la marca Gucci por 400 euros. ¡Atrévete a ser un trapero de barrio!, sin salir del club náutico, claro. La gente de abajo como exotismo, como objeto del que extraer placer sexual y como destino turístico al que sustraerle recursos estéticos.
En El Trap. Filosofía millenial para la crisis en España (Errata Nature, 2019) de Ernesto Castro hay mucho turismo, casi es un diario de campo: en última instancia no deja de ser la teorización por parte de la clase media académica de un subgénero que nace en las calles de los barrios obreros más pauperizados y que bebe del lumpen, la delincuencia y, en definitiva, de la gente de abajo que más sufre las consecuencias de una crisis que parece no tener fin. Ernesto, a modo de agencia turística, nos vende, de forma muy exhaustiva y detallada, los pormenores y peripecias de estos [anti]-héroes de barrio centrándose en sus figuras más representativas. El academicismo más arrogante recorre el libro de principio a fin y las analogías absolutamente delirantes van sucediéndose a lo largo de las páginas.
Así, C. Tangana se convierte en un pastor luterano o Young Beef en Adorno cuestionándose la poesía después de Auschwitz; Bad Gyal se convierte en poco menos que en la nueva Rosa Luxemburgo. Las analogías –cogidas siempre con unas pinzas enormes–, sirven para que el autor ponga sobre la mesa sus vastos conocimientos filosóficos, para explicar de forma compleja y elaborada lo que en realidad, probablemente, tiene explicaciones mucho más sencillas. Pero como sabemos desde hace algunas décadas, la misión principal de la Academia es reproducirse.
Arte político (¿y panfletario?)
Pese al trabajo –realmente titánico– de recopilación de entrevistas, declaraciones, videoclips y demás, sigue sin quedarme claro qué es el trap y/o la música urbana, lo que tengo claro es que en el libro se pueden utilizar como sinónimos. La principal tesis del libro es que estos artistas ‘urbanos’ se limitan a fotografiar la realidad, de ahí el individualismo, el culto a las grandes marcas, el sexismo, el consumismo exacerbado, la sobreexposición de los cuerpos normativos, el amor al lujo, etc, a modo de banda sonora para una crisis casi civilizatoria. En resumidas cuentas, pobres que quieren ser insultantemente ricos. Pero como suele suceder, unos pocos lo conseguirán mientras la gran mayoría se quedará por el camino.
No obstante, es de primero de teoría cultural que fotografiar la realidad es reproducirla perpetuando el estatus quo existente. Fue Beltort Bretch el que nos dijo que "el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma", pero a Ernesto parece que le dan lache (que diría un trapero) los artistas que intentan remodelar o cuestionar la realidad existente. Insistía en la presentación de su libro en Valencia, lo poco que le atrae el arte muy explícito o panfletario en términos políticos. En realidad es un pensamiento bastante extendido entre cierta elite intelectual y entre muchos ambientes culturales de clase media y/o hipster: el arte político es un panfleto y el panfleto es de baja calidad per sé, es fácil, barato, poco elaborado, directo, básico, en resumidas cuentas, “panfletario” (en el sentido más peyorativo del término). Una tradición que quizá empieza en Lutero y va de Eisenstein a Chaplin pasando Buñuel, Miguel Hernández, Woody Guthrie o RATM (celebremos su regreso, por cierto). Y que termina en la última peli de Ken Loach.
Porque claro, un videoclip con chicas en pelotas en una mansión, Gucci y coches caros no es un panfleto político ni propaganda capitalista o neoliberal, es performance (o algo peor). En realidad es fascinante, el arte político sólo parece notarse —sólo es panfletario—, cuando cuestiona el sistema, cuando se reafirma o se reproduce ese mismo sistema es el orden natural de las cosas y en ningún caso se trata de arte político. Pero fue Mao y su Revolución Cultural el que nos recordó que ‘Todo arte es político’. Ojalá una Revolución Cultural con masas de estudiantes asaltando las oficinas de Jot Down, Vice y El País de las Tentaciones y luego ajusticiando a sus CEOs y community managers en las plazas: el veredicto es "culpables", el castigo 20 horas diarias escuchando discos de La Polla Records.
Trap y feminismo liberal
Cuando le pregunté a Ernesto por qué en su libro había espacio para Bad Gyal, para la Zowie y otras `trap-queens´, pero en cambio no había una sola línea dedicada a Tribade, en realidad no supo qué contestarme. Supongo que Tribade es uno de esos grupos de letras políticas explícitas que tan poco gustan en ciertas élites culturales y académicas; feminismo, marxismo y militancia activa (recientemente se acercaron a la cárcel a cantar y a apoyar a una joven detenida y encarcelada tras los recientes disturbios en Barcelona). Y claro, una cosa es poner un tweet y otra ser una militante anti-sistema y sediciosa, tampoco nos vengamos muy arriba ni crucemos la frontera de lo tolerable.
Y no aparecen en el libro de Castro por la misma razón por la que en un artículo de El País titulado de forma muy significativa Las mujeres revolucionan la música urbana (escrito, como no podía ser de otra manera, por un hombre) aparecen La Zowie, Bad Gyal y otras Trap-queens fetiches de Castro y su libro, pero en el que no hay hueco para las barcelonesas del trap aflamencado. Feminismo liberal que reproduzca los valores de competitividad e indivualismo del mercado y enseñar el culo claro, feminismo de cuestionar la propiedad de los medios de producción no, ese molesta.
En definitiva, feminismo del que pone cachondo a los articulistas cuarentones que escriben en Vice, Playground o en el dominical de El País. Articulistas que analizarán el fenómeno con una mirada casi antropológica, siempre desde un afuera seguro, como el que visita un zoológico o como el que ve una película porno por primera vez. La clase baja y sus manifestaciones culturales como exotismo, como fenómeno de feria; mira qué uñas tienen, mira qué deslenguadas son, mira cómo mueven el culo. En definitiva, la clase media cosmopaleta (y masculina) fantaseando con acostarse con la choni de turno en una finca de ladrillo visto de un barrio de la periferia.
Ser 'el buen salvaje' (o disfrazarse de él)
Y Tribade no aparecen en el libro porque son capaces de hilvanar tres frases seguidas y con sentido en una entrevista. No aparecen en el libro por la misma razón que LCDM son “pijos universitarios” aunque vengamos de la clase obrera manual (un soldador y un cristalero), porque, en definitiva, nada molesta más a la clase media que un pobre que no lo parece. Porque cuando el objeto de estudio no actúa como esperábamos y no es el buen salvaje estereotipado que cumplirá todas las expectativas –y fantasías– del académico explorador que se adentra en la jungla, todo se nos viene abajo.
El obrero empotrador, la choni promiscua, el bar de tapas que huele a fritanga, la finca de ladrillo visto, el negro del miembro enorme, la latina caliente, el moro delincuente, etc. Y por supuesto, el trapero pendenciero y la trapqueen que enseña mucha chicha. No me toques los estereotipos (aunque estén construidos a base de racismo y clasismo). Y así, como el turista que se frustra cuando el jefe de la tribu saca un smartphone, el académico de clase media o el columnista hipster de la revista de tendencias, se decepciona cuando se topa con una chavala de barrio que está formada políticamente, que es culta y que no utiliza la sobreexposición de su cuerpo como un elemento indispensable de su producto cultural.
De alguna manera, no es la choni que esperábamos, no cumple con los estereotipos que alimentan el relato que hemos construido. Baila, mueve el culo, joder, di algún taco, báñate en billetes o algo, tírate champán por encima. ¿No quieres ser rica? Todo el mundo quiere. No te expreses tan bien que parece que tengas estudios. No tienes deje barriobajero cuando hablas; no me sirves. Estás fuera de mi artículo, de mi libro, de mi teoría. Y quiero que me devuelvan el dinero de la entrada (a fin de cuentas hemos venido al circo, ¿no?). Tanto es así que en ocasiones nos topamos con situaciones ciertamente paradójicas, cuando no sonrojantes: artistas que vienen de la clase media, de buenos barrios y buenas familias (al final todo se sabe), hablando con monosílabos en las entrevistas, poniendo acento de barrio y utilizando expresiones, ropa y atrezzos de una clase social a la que no pertenecen. Es decir, se ponen un disfraz. Y desde luego mejor ponerse un disfraz que verse fuera del mercado, claro.
¿Recuerdan a la cordobesa Gata Cattana? Parece que nos dejó hace mil años; la escena ha cambiado tanto que parece que nos dejó hace mil años. ¿Cómo encajaría hoy su discurso, tan alejado del individualismo salvaje, el culto a las grandes marcas y la ultra-sexualización? Muy probablemente no resultaría demasiado atractivo al periodista de tendencias de turno. ¿Federici? Buh, ¡política! No me sirve. Me aburro. Además, no enseña el culo.
Y no me sirves porque si no cumples con los estereotipos que entorno a ti hemos construido desde nuestra urna de conocimiento erudito, no podemos ejercer el paternalismo, en realidad la forma de clasismo más brutal que existe. Y es la más brutal porque perpetúa el orden existente y niega el ascensor social: a cierta élite intelectual no le interesa el joven de abajo que se ha formado y tiene conciencia de sí, la joven que defiende su feminismo de forma militante, el chaval de barrio que terminó la FP y se abre camino en un taller y se manifiesta contra las casas de apuestas, ese relato es muy aburrido. Queremos al buen salvaje, al deslenguado, al delincuente, a la que enseña el culo y grita que es "muy puta". Queremos al buen salvaje que, desde nuestra perspectiva platónica, sea "siervo por naturaleza". Y de la misma forma que tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, los nativos eran considerados "aptos" para recibir la fe católica, nuestro buen salvaje urbano también es apto para asumir el credo neoliberal.
Y tras analizar con nuestro microscopio todos y cada uno de los tópicos y estereotipos más negativos atribuibles a la chusma, volveremos a nuestro barrio de clase media; tranquilo, seguro, con carril bici, galería de arte en la esquina y bar de cereales. Quizá hasta colguemos en el balcón la bandera de Más País con el rostro de Errejón y Carmena. Un barrio -desde luego- sin chonis, sin peluqueras de uñas imposibles y sin menores extranjeros no acompañados en el parque escuchando trap y fumando porros. Y nos sentaremos delante de nuestro Mac portátil a escribir el enésimo artículo sobre trap en la revista de tendencias. Y quizá alguno de esos chavales/nativos, entrado ya en años, nos grite desde un diario digital dirigido por Pedro Jota, que no nos pongamos el disfraz, que no nos van a aceptar, que nos larguemos a otra parte con nuestro paternalismo, que no quieren ser un circo para entretenernos. En resumidas cuentas, que no quiere ser nuestro buen salvaje.