Este es un libro para los expulsados de la literatura hegemónica, para los considerados -por largos y terribles años- una anomalía sentimental en la ficción que acostumbraba a acabar en tragedia; una rareza, un exotismo, una etiqueta en las librerías.
Educados como estamos en una cultura binaria y cishetero, la lectura de Asalto a Oz. Antología de relatos de la nueva narrativa queer (Dos Bigotes) se vuelve fundamental para todes: para identificar, para abrazar, para entender, para ampliar, para derribar mitos absurdos, para que los protagonistas de las historias tomen la palabra y sus vidas no sean más narradas por otros, por los que las fabulan -mal- y jamás las experimentan. También para zarandear a la industria y recordarle que las puertas que empujaron tras el franquismo autores como los Moix, Juan Goytisolo, Vicente Molina Foix, Eduardo Mendicutti o Carme Riera necesitan dejar pasar más luz. Más voces. Más identidades.
“Nosotras, nosotros, nosotres, los maricas, las bolleras, las personas bi, trans, no binarias, de género fluido, queer, los viciosos, la aberración del sistema, los enfermos, quienes estamos al margen, quienes no somos tan importantes, quienes somos la mierda para muchos, quienes recibimos palizas en la calle, a quienes nos insultan en el colegio, a quienes nos echan de casa, a quienes medicalizan sus cuerpos, a quienes aún nos someten a terapias de conversión, a quienes nos hacen sentir vergüenza, a quines aún nos persiguen, asesinan y torturan. Nosotros también somos literatura”, escribe el periodista especializado en realidad LGTBIQ Rubén Serrano en el prólogo del libro.
Gays guapos jugando a la disidencia
El reparto es de excepción: de Alana Portero a Aixa de la Cruz pasando por Gema Nieto, Rodrigo García Marina, Elisabeth Duval o Vicente Monroy, entre muchos otros. Uno de los más delicados y hermosos, en clave poética e íntima, quizá sea El lomo de un dragón, de Óscar Espirita: “El día que me muera me meterán en una caja marrón como a un hetero más. He pedido que me incineren para que todo el mundo vea cómo las llamas se vuelven violetas. Espero que me lleven claveles. Me gustan los claveles porque son las rosas de los pobres. A mí nunca me faltó el dinero, pero me siento cercano a su escasez”, arranca. Casi nada.
El relato esboza el mundo sentimental de un adolescente que vive en un pueblo diminuto cerquita de Guadalajara, un lugar de esos donde a los niños como él los llaman “maricones”. Está enamorado de su mejor amigo, Andrés, a quien no se parece en nada, porque su amor es flaco y atractivo y estudia Bellas Artes y es un activista cool cuando visitan la ciudad y seguro que cuando tiene sexo con otros hombres suda mucho y los caracolillos del cabello se le quedan pegados a la frente como al montar en bici.
Nuestro protagonista, dice él, es “grueso relinchón”: “Tengo el culo grande. La cadera sobredimensionada (…) Nadie habla de los maricas heavies con coleta que se están quedando calvos, de los blancuchos y espigados estudiantes de ingeniería, de los funcionarios de provincias, de los ancianos casados, de las trans con sombra de barba que se maquillan con mano temblorosa y no saben combinar los colores. Nadie nos llama hermanas ni aliados. Nadie nos escribe poemas. Nadie nos tiende la mano. ¿No os dais cuenta de que os miramos y sólo vemos chicos guapos jugando a la disidencia?”, lanza.
Y continúa: “Alguien debería hablar sobre el privilegio de la belleza. Hemos deconstruido el género, el amor, la alimentación y bla, bla, bla. Está claro que con la belleza algo no ha funcionado. El mundo de ‘los osos’ no es más que un espejismo porque yo me quiero follar a Andrés, tener una celda en su enjambre relacional y sus novios no pesan más de 60 kilos (…) Tengo 23 años y nunca he tenido novio. Creo que lo verdaderamente rompedor sería deconstruir el deseo. Si queremos liberar el amor tendremos que hacérselo accesible a todos los cuerpos”.
Es un alegato valiente contra la extrema normatividad del cuerpo en el mundo homosexual, que ha copiado el peor canon, el más cruel y exigente, del hetero. “Odio mi cuerpo. No me representa. Mi alma es antisistema (…)”. En La mierda, otro relato valioso, Rodrigo García Marina sacude a las letras pájaros negros abordando temas tan complejos como el chemsex, las drogas, el VIH, los hombres gays víctimas de violación o la prostitución. Elisabeth Duval -una jovencísima joya intelectual y una de las pensadoras que más va a dar que hablar en los próximos años, recuerden su nombre- reflexiona filosófica y lingüísticamente en Onomástica o doce catalinarias; Lluis Mosquera escribe sobre El niño que le miraba el coño a las barbies y Aixa de la Cruz, en Nodriza, explora la maternidad, la lactancia y el deseo lésbico.
El 'carné de mujer'
Especial mención a Fragmentos, glitches y batas de cola, el relato de Alana Portero, donde intercala pesadillas, traumas infantiles, encuentros eróticos y conversaciones con su médico. Deja sentencias aplastantes:
“-La disforia no es una cuestión de sustituir piezas como si fuéramos Mr. Potato. Ni someterme a una vaginoplastia completa o deja de completar nada. Es lo que yo necesito, nada más, no es la carta de feminidad sellada, con esa ya nací o ya he pasado las suficientes pruebas como para habérmela ganado. Probablemente ni exista. Me inquieta qué y cómo sentiré, qué baches emocionales me encontraré, no sé, me preocupa un mundo entero, ustedes hacen esto continuamente, sabrán darme una aproximación. Esto es ciencia, no espiritismo. Necesito una conversación más larga.
-La preocupación por la líbido es un rasgo muy masculino, lo sabes, ¿no?
-Pero, doctor, yo no he dicho que…
-Si necesitas repetir alguno de los procesos psiquiátricos, no hay problema. Puede que no estés lista.
-No, perdón, déjelo, es que estoy nerviosa, siga contándome sobre la sensibilidad, la profundidad y la estética, por favor".
Portero hace las preguntas correctas. Apunta y dispara: ¿qué es un coño de verdad; en qué consiste ser una mujer; por qué hay cosas que no podemos contar a nuestras madres; por qué relacionar genitalidad y deseo es tránsfobo? “Yo también he aprendido que la carta de presentación de género son los genitales. Yo también llevo un concejal de Vox en la conciencia jodiéndome la vida”, escribe la autora. Revelador. Franco. Grave; fresco también. Salpicado de imágenes poéticas y políticas: imperdible relato.