Los Estopa, desde las tablas del antiguo Palacio de los Deportes de Madrid, se acuerdan del barrio de La Elipa. De Vallecas, de Carabanchel. Y de su casa en Cornellá. De los que montan y desmontan el escenario -héroes anónimos- y de sus santos padres -honores para ellos en cada concierto que dan-. Los Estopa homenajean a los curritos que levantan una España sin banderas, ni himnos, -ni hostias-; a una España superviviente y ruda -también romántica, en el fondo- que no tiene tiempo que perder con ningún nacionalismo, porque la vida es urgente y espera fuera, en las cosas que sí podemos tocar.
Los Estopa son puros porque tienen raíz, porque tienen memoria, porque tienen concepción del tiempo que nos encorva, porque son conscientes de la rutina y de sus sabores amargos; porque saben de explotación laboral y de hastío y de amores de banco y pipas. Los Estopa -los hermanos Muñoz, David y José, fuera ya el sombrero- son valiosos porque son humildes, porque ni en los tiempos de feroz márketing se las dan de jeques, porque se recuerdan a sí mismos siendo niños y comiendo techo, jugando a la Play, dejando que fueran otros los triunfantes. ¿Qué paz era esa? Qué sabe nadie.
Los Estopa nunca hablaron de la vida que pudimos tener, sino de la que sin más remedio tuvimos: la media hora del bocadillo, la raja de una falda, estar en el metro sin cobertura, fantasear con reventar un casino y ganar un millón. Sentirnos miserables y remontar. Echarle cachondeo a la tragedia -mejor si la guitarra acompaña-. Hilvanar poemas sencillos y suficientes. Vernos siempre un poco adolescentes, con las mismas alegrías, con los mismos demonios que antes, con los mismos lujos baratísimos: un porro, un amigo, un derrape por el parque. Cositas fáciles para escapar. Este es el lenguaje en el que nos entendemos, al que se rinden todos los diccionarios: al de la calle. “Mi gente dice cosas formidables / que hacen temblar a la gramática”, como escribía Blas de Otero.
Estopa habló de esos que somos cuando no nos interesa el mundo y nos negamos a levantarnos; de la primera cana que nos llevó, como un cordón umbilical, a Sabina y a Pancho Varona; de que nunca nos hizo falta ninguna mala influencia ni tuvimos nadie a quien echarle la culpa de nuestros saraítos chungos: nosotros solitos nos liábamos. Por ellos jamás nos avergonzamos de ser la oveja negra de cada casa ni de colocarnos frente a una autoridad sorda que no entendió quiénes éramos: ahí “la pasma”, o “los maderos”, como se quiera, como antagonistas perfectos de nuestro relato de chavales aventureros. Por ellos nos contentamos con lo fundamental, con “ser un poquito más libre y poder remontar el vuelo”, al estilo de Los Chichos, sus maestros primeros.
Los Estopa, perlas con carisma inquebrantable, regalaron anoche en el Wizink Center de Madrid -colgadísimo el sold out- el mejor concierto de 2019: no es fácil adelantarles en autenticidad. Van veinte años a sus espaldas relatando cuentos gamberros de la clase obrera -de esa, por cierto, que tiene conciencia-. Este dúo de complicidad absoluta no dejará de tejer con cuidado nuestra memoria sentimental: “Ya debe entrar el sol por tu ventana azul, y yo en el ascensor, qué cara, que estúpida expresión… menos mal que ya no estás tú”, cantaron en Me falta el aliento. “Muy pocos ceros en mi nómina ilegal… yo, como firmé un contrato, no puedo parar, parar”, escupieron en Pastillas de freno, en bofetada sin mano al capitalismo creciente que nos aliena y nos precariza.
Más hondos todavía si se ponen flamenquitos -"porque el olvido es chinarse las venas, perder la primavera, buscar lo perdido, quitarse los muebles de la chaveta... soñar que despiertas en un barco hundido", como en Demonios- y seductores si quieren, como en Vino tinto: "Si me tomas en frío, engaño, y con los años me hago más listo... cariño".
Su nuevo disco, Fuego, no ha terminado de cuajar como lo hicieron sus himnos -aún es difícil discernir si por falta de tiempo de maduración o por declive musical-, pero hasta eso lo reconocen en directo con honradez: “Es un orgullo que aunque no os gusten las nuevas canciones… o sí os gusten… ¡yo qué sé!, hayáis venido”, sonríe David. “Vamos a cantar muchas de las antiguas y algunas de las nuevas, las que nos parezcan mejores”, -casi se disculpa-. Ahí Escrita en la frente, Atrapado, Camiseta de R&R, Pobre Siri o Ya no estoy loco. Es cierto que no se corean con tanto entusiasmo, pero la espera hasta los hits merece la pena. El concierto es un rosario de momentazos: apenas sobra un minuto. Esto es una epifanía, un viaje al pasado,una expiación.
Bromean entre ellos. Se parten de risa. Hacen los cuernos. Levantan a todo el estadio. La peña anda en éxtasis, en una nube nostálgica y rabiosa, lírica, oscura, cañí, fraternal, sudando energía. Ya no me acuerdo es estelar -José al micrófono-. Casi 35 canciones, más de dos horas y media de concierto, sin tonterías, sin parafernalias: dos hombres que se visten por los pies y se entregan a los suyos, haciendo levitar a varias generaciones.
Mi primera cana, Vino tinto, Ojitos rojos, Cacho a cacho, Como Camarón, Paseo, Bade, Vacaciones -“qué mal repartido está el mundo desde el primer mes de enero”, entonan, y ya suena a vaticinio-. Los Estopa son una filosofía, una manera llana de entender las cosas. Siempre excitan, como un deseo pendiente. Siempre tocan la tecla que nos recuerda quiénes somos -detrás del traje de la oficina, de la presunta urbanidad, de las hipotecas y los pánicos adultos-. La despedida duele como un parto: son familia. Si los dioses supieran que dos tíos de barrio les superan…