Hace diez años que Elvira Lindo no escribía una novela: ya nos impacientábamos. “Empezó como una especie de inseguridad y se prolongó en el tiempo. No quería forzarlo tampoco. Hay gente que piensa que tiene que publicar y publicar un novela tras otra”, cuenta la autora a este periódico. Regresa con A corazón abierto (Seix Barral), donde narra esa cuestión trenzada y espinosa en la que no estamos acostumbrados a pensar: el amor de nuestros padres. Nuestros padres como seres deseantes, como seres románticos, como hombres y mujeres que sentían más allá de nosotros y que se eligieron antes de nuestra propia existencia.
A partir de ese romance -férreo, celoso, complejo, hermoso terriblemente-, Lindo acaba dibujando a su padre, un ser excepcional, un personaje literario en sí mismo, un tipo expansivo, aficionado a la barra del bar, a la calle, a las charlas triviales de las gentes, un tirano tiernísimo en el fondo que no soportaba la soledad y que tenía un don para que los demás se pusiesen enseguida a su servicio.
En sus filias y en sus fobias, en sus bondades y sus crueldades, en sus desatenciones y en sus entregas, en sus desobediencias infantiles, en su obcecación por ser un granuja y nunca una víctima, en su incapacidad de llevarse ni el lápiz que no es suyo, Elvira Lindo le retrata con cuidado, con honestidad y con mimo, con firmeza y con amor, como si volviese a abrocharle bien hoy el nudo de la corbata. Él ha muerto. Su madre también. ¿Es ahora más libre que nunca? Como dice en el libro, ¿qué hay de los escritores que se atreven a contar las cosas ‘cuando ya no importan’, cuando pueden decirlas, cuando sus protagonistas no están?
“Me sirvieron mucho los relatos de Alice Munro. Escribió algunos cuentos… basados en su vida. Ella quería mucho a su padre, y muchos de esos cuentos se ubican en la vida de su familia, en una zona rural de Canadá y tal. Hay uno que traducido sería algo como Grandes palizas o Brutales palizas. Era sobre cuando su padre le pegaba, pero ella le amaba mucho, aún así”, comenta. “Pensó que si escribía eso mientras su padre estaba vivo, él podía tomarlo como una especie de castigo, y ella no quería castigarlo. Sin embargo, el amor es cambiante, las épocas también y ahora se trata de otra manera a los niños, y hay cuestiones de igualdad entre hombres y mujeres encima de la mesa. Yo no quería juzgar a mis padres con las ideas que tengo ahora”.
Herencias del padre
Dice Elvira que quería comprenderlos. Y escribir es comprender. Eso no podía hacerlo con su padre vivo, “él no lo hubiera entendido”, no habría aceptado de buena gana un retrato psicológico tan profundo, “tan impúdico”, en realidad. Ahora Lindo es libre. “Los lectores van a entender que es un personaje al que yo amo de verdad, pero quizás él no lo habría entendido así. Él me produce mucha ternura, porque sé de dónde viene, porque he reconstruido su vida, sus traumas infantiles…”. Porque ha abrazado sus heridas de niño de los años del hambre, la imagen turbadora de ver a su padre regresar de la guerra de entre los muertos, y esa primera juventud carente de amparo y de amor “que construyó el hombre fuerte, o falsamente fuerte, que fue”.
De su padre, dice Elvira, heredó la curiosidad, el resorte para reaccionar cuando algo no le gusta, el impulso para hablar con desconocidos. De su madre, cierto carácter dulce -o eso le dice su marido-, aunque siempre se sintió “un poco juzgada por ella, en el sentido de que yo era distinta…”: “Sentía eso de ‘una niña no debe ser así’, cosa que no me ocurría con mi padre, con todo lo arbitrario que era… siempre fue muy generoso en los juicios que tenía sobre mí”.
¿Quién influye más en el escritor, los padres o los hijos? “En el carácter más los padres: los vicios y virtudes se forjan en la infancia, pero los hijos te reeducan en muchas cosas. Yo fui madre muy joven y tengo muy buenas conversaciones con mi hijo de libros, de política, de películas… si no no tendría esa información sobre la gente joven. No quiero escribir columnas y que parezca que no he salido de las cuatro paredes de mi casa. A mucha gente le pasa, que se acaba convirtiendo en gente que dice que todo lo anterior era mejor y que desprecia aquello que haga una persona joven”.
-¿Qué has aprendido del amor de tus padres?
-Que la gente del pasado se amaba con tanta intensidad como la gente del presente. La gente joven suele pensar que antes no se daban las mismas pasiones ni la misma satisfacción sexual… ni los mismos deseos… pensamos que sabemos mucho más porque el sexo está publicado continuamente, porque la gente escribe “follar” e los periódicos. Luego comprendes que el tiempo pasa muy rápido, y que cuando tú eras pequeño tus padres eran muy jóvenes y tenían que cerrar la puerta para tener relaciones mientras tú estabas ahí, dándole a la puerta… tenías fiebre, estaban cansados, éramos muchos hermanos… todo eso. Yo he aprendido observando a mis padres que estaban muy enamorados, y también que la vida con sus obligaciones es muy deteriorante. Hay que trabajar mucho el amor… a un nivel… muy cansado.
-¿Cómo reconoce uno que está enamorado?
-En la idea que yo tengo del amor, se reconoce porque tratas con cuidado a la persona con la que estás. Te alegras siempre de ver a esa persona, cada vez que entra en casa, dices “¡qué bien que llega!”, te reencuentras con ella cada vez… hay gente que está en pareja y se trata muy mal. Son capaces de tratarse mal delante de los demás, es muy desagradable y además lo hacen con total naturalidad. Para mí el estar enamorado no es una ensoñación romántica, es un mantenerlo en el tiempo con enorme respeto y consideración hacia la otra persona.
Explica Elvira Lindo que ella cree que las mujeres jóvenes de hoy tienen “muchas reflexiones” por delante y se hacen “tantas preguntas” que las paralizan a la hora de actuar. “De repente ‘los chicos no quieren tener hijos’, entonces condicionan tu decisión y no los tienes, y tienes que esperar, y pasa el tiempo… de verdad, llega un momento en el que yo digo ‘joder, esto sería muy difícil para mí, que soy una persona muy impulsiva’. Yo diría: ¿que tú no quieres hijo? Vale, lo tengo yo. Manejar la libertad es algo complicado. Una mujer joven puede actuar más abiertamente de lo que yo podía actuar en mi casa, pero al mismo tiempo ahora tiene sobre sus hombros muchos condicionantes económicos y sociales. La idea de las relaciones… cuándo es conveniente formalizarlas… etc. Ese retraso en la vida me parece algo antinatural”.
-¿Cómo ha cambiado el feminismo el amor y el sexo?
-Hay tantas tendencias o corrientes ahora que no me atrevería… bueno, en mi propia vida lo veo así: ahora tenemos una conciencia mayor de colectividad. Si tienes un problema, sabes que no es sólo individual, sino que forma parte de una estructura de asuntos laborales o abusos de poder, por ejemplo. Esa condescendencia con la que se trata a las mujeres. Todo eso lo enmarcas en un problema colectivo y te hace más fácil que puedas defender lo que tú quieras. Pero antes, cuando eso te sucedía, te defendías tú sola. Si yo hiciera un inventario de todas las groserías sexuales que me han dicho compañeros, o amigos (ya no te digo el jefe que quería abusar de ti), cosas como: “¿O sea que no follamos bien…?”. Tú te sentías humillada, te sentías vejada, te ibas a tu casa con el pellizco y no se lo decías a nadie.
Yo me defendí sola y el resultado de eso es que fuimos más fuertes. Las generaciones jóvenes son más vulnerables individualmente pero más fuertes cuando están juntas. Creo que hay que encontrar un punto inteligente entre esos dos modos: es genial que tu compañera se sienta arropada por ti, pero también veo mucha vulnerabilidad… hay cierto acobardamiento en el cara a cara, en el terreno amoroso o en las decisiones laborales… hay que hacer compatible una corriente común y buen para todas con las situaciones de las que deberías defenderte tú sola. Las guerras pequeñitas.