Miguel Delibes murió clínicamente hace diez años, víctima del cáncer de colon que padecía desde 1998, pero, en realidad, había muerto mucho antes: el escritor se fue de aquí -se fue en mente, en espíritu, y en ese órgano con forma de puño que nos late en el centro del pecho- cuando falleció Ángeles, su mujer, su amor, la madre de sus hijos, su novia eterna -su única novia-. Ella le cambió la vida como sólo se puede cambiar la vida a un autor de raza como él: influyéndole en las lecturas, inspirándolo para escribir, dejándole hueco -exhausto, rabioso, melancólico, acompañado pero solo- al irse. Ángeles era una lectora voraz, mucho más que él. Y, además, su sola existencia lanzó a Delibes a escribir novelas. Por ella y para ella sus años más prolíficos, más luminosos, más críticos; por ella y para ella su comprensión profunda del ser humano.
Decía que hablar del amor era una “cosa tópica”, que el amor se establece “desde el momento en que uno cede ante el otro o que el otro cede ante uno”: “Ésta es la fórmula de avenencia que se sigue valorando a través del tiempo, y la forma en que se puede llegar a los 25 o 50 años de matrimonio, como se ve a menudo entre nosotros…". Decía que él nunca fue noviero, que era hombre de una sola novia. Él se enamoró como un loco de una chica que iba a pasar los veranos a Sedano, y él iba, desde Valladolid, a verla en bicicleta. “Hasta que salieron las primeras motos, la Montesa”. “Ahorré y me compré una Montesa. La novia fue la esposa y luego la madre de mis hijos. Ángeles de Castro. Mi única novia”.
Era un tipo de placeres baratos, incluso gratuitos: su escopeta, sus paseos, su escribir diariamente hasta las dos, su cine, su pescar truchas en el río Rudrón, su observar los guisantes y las remolachas. Siempre fue fiel, Delibes. Fiel a un periódico -rechazó dirigir El País y se quedó en El Norte de Castilla, su casa más vieja-, fiel a sus amigos, fiel a la caza, fiel a su amor. “Lo mismo que hacía de chico lo he hecho de mayor, con mayor perfeccionamiento, con mayor sensibilidad, con mayor mala leche. Pero siempre he hecho lo mismo”, confesaba.
En el bando franquista
Era un crío vallisoletano criado en el mundo rural, amante de lo pequeño, consciente, como Whitman, de que “una brizna de hierba no es menor / que la jornada de los astros”. Acabó el bachillerato en 1936, alumno implicado, y el estallido de la guerra le impidió seguir estudiando.
"Yo era un niño melancólico, triste; no me gustaba nada ir al colegio. Y era muy callado. Nunca dije que no me gustara ir al colegio, me aguantaba e iba. Estudié regularmente, y a los 15 años me planteé que debía hacer una carrera... Pero Franco debió pensar que yo era muy joven para entrar en la Universidad y abrió la Guerra Civil... Las universidades se cerraron y yo no tenía edad para ir a la guerra”, relataba él mismo. Como la contienda duró más de lo que él pensaba, al verse con 17 años decidió irse con “un montón de amigos a la Marina antes de que nos mandaran a Infantería o a la Legión”.
Se alistó voluntariamente en el bando franquista. “Murió uno de los nuestros, otro cayó enfermo, los demás volvimos a Valladolid y nos encontramos con una situación difícil, de total censura. En las guerras no gana nadie, pierden todos, eso aprendí. Y si la guerra es civil la pérdida es más fuerte que la de cualquier otra guerra. Eso me familiarizó con la muerte”, opinaba el maestro.
Un escritor conservador
Aunque la izquierda se ha intentado hacer con su nombre porque más tarde sería víctima de la censura franquista y nunca fue un intelectual del régimen, realmente era un tipo moderado, tendiendo al conservadurismo -quién sabe si por su nostalgia crónica-. Levantaba las cejas ante el multiculturalismo -“el que llega pretende imponer sus costumbres, cuando debería ser al revés”, le parecía que vivíamos en un país con exceso de permisividad y con una gran falta de educación y de respeto. “Quizá debimos poner mayor interés en conservar la idea de culpa y el sentimiento familiar. ¿Qué hemos sacrificado? Nobleza, abnegación, generosidad, autoridad”, sostenía.
Tampoco se sentía cómodo diciendo que había vivido “bajo el fascismo”: "Más difícil que vivir bajo el fascismo era que cada grupo creía estar en posesión de la verdad. Aquello rompió las familias por completo. Unas familias se rompían, otras morían en el Alcázar de Toledo; era el final más triste que uno podía imaginar para aquella guerra, iniciada como en broma en el norte de África…”, chasqueaba.
“Yo creo que España se jodió mucho tiempo antes; yo no tenía edad para juzgar en qué momento se jodió España, pero sí que la jodieron entre unos y otros. No hay la disculpa de que fue la derecha o fue la izquierda. Entre los dos jodieron España”.
Con las clases obreras
Sí es reseñable, sin embargo, su retrato de clase en Los Santos Inocentes, novela emblemática llevada al cine por Mario Camus, donde dibujaba con precisión y crudeza la tiranía de los señoritos, los abusos de poder contra las clases bajas rurales, la incultura, el servilismo, los caprichos de los ricos, su eterno y obsceno pisoteo. Su manera de resolver la pugna fue literariamente radical, icónica: recuerden que, cuando el señorito Iván mata por puro placer con su escopeta al pájaro del vasallo Azarías -“Milana bonita”-, éste se rebela ahorcándole, y, con eso, condenando a su familia al ostracismo y a la ruina.
Delibes no era el Joker: no vendía la violencia y la revolución poética que proviene del hartazgo como una conquista ni como una postal sexy, salvaje, disruptiva; era plenamente consciente de que los arrebatos de ira de las clases bajas estaban condenadas a ser aplastadas también por el sistema. Perderían siempre.
Salvar a Menchu de Mario
Ojo también a la revisión política de su obra más célebre, Cinco horas con Mario. En 1967, cuando se publicó la obra, Menchu era pura criatura del régimen: una mujercita prejuiciosa, burguesa, clasista, envidiosa, superficial y egoísta revestida de una suave patina de decencia y sobriedad. Una mujer cosida a reproches, a pequeñas frustraciones. Mario, de cuerpo presente, quedó en el imaginario como el intachable filántropo, el catedrático de instituto y comprometido periodista e intelectual, el idealista, el social, el solidario. El progre de todo esto, la voz sabia y subyacente en un país adormecido por la censura.
Sin embargo, ya incluso antes de la muerte de Delibes, la lente moderna empezó a obligar rabiosamente a generar interpretaciones más parciales. Lo explicaba el propio autor en la edición de 2008 para sus Obras Completas: "Escrita esta novela hace más de cuatro décadas, una lectura actual me ha llevado a revisitar mi juicio inicial: creo que Mario se pasó de rosca, se mostró un marido radical ante un problema baladí", reflexionó. "Menchu, como era frecuente en la época, no era más que una burguesita con un lenguaje mecánico, lleno de tópicos e ideas heredadas, pero sin ninguna tacha profunda”.
Decía el escritor que bastaron unos años para que las cosas empezaran a cambiar. "Los lectores ya no se mostraban unánimes en sus juicios. Mario no era el bueno ni Menchu la mala. ¿Por qué iba a ser bueno Mario? ¿Por qué mala Menchu? ¿Por haber recibido una educación trasnochada? Mario, tan entregado a su causa, no entendió que, con muy poco esfuerzo, su esposa se habría puesto de su lado”.
Su hija Elisa Delibes diría que nunca fue la obra favorita de su padre, "y creo que es porque en el fondo Mario tenía algo de él, y quizá no quería tocarla demasiado, no sea que se vieran en él demasiadas cosas de Mario...", guiñó. "En esta novela parece que mi padre se ríe de Menchu, pero en realidad también se ríe un poco de Mario, y eso se nota pasados los años". Con todo, Elisa explicaba que la obra le dio grandes satisfacciones a su padre, y que le creó cierta "complicidad" con el progresismo del momento.
En realidad, Cinco horas con Mario es una obra que late hoy. Todo el rato. Porque aborda una herida abierta, que es el no-diálogo entre las dos Españas; y otra que sangra cada día: hablar a quien tenemos al lado como quien charla con una pared, sin llegar a encontrar nunca el punto donde convergemos. Hasta siempre, Delibes.