Mayo de 2012. Una diminuta Amaia Romero espera, tras su actuación, el veredicto del jurado, liderado por Mónica Naranjo, en el programa de talentos Número Uno. “Si los seres humanos, las personas adultas, no estamos preparadas para el éxito, imagínate una cría. Te juro, Amaia, que te estoy haciendo el favor de tu vida ahora que eres joven. Si ahora haces una pausa en el camino y lo retomas dentro de unos años, entonces volarás. Pero si te quedas aquí, con lo pequeñita que eres, te devorarán”. Mónica Naranjo se arrodilla ante la chiquilla. “¿Me perdonas? Sé que es bueno para ti. Nos veremos dentro de unos años. Ya verás que te irá bien”.
Tuvo razón la santísima Mónica: se vieron. Nos vimos todos con ella, de hecho: fue una gran cita entre España y Amaia Romero, la joven más querida de la resurrección de OT. Del OT que, más allá de su entramado musical, supuso un retrato generacional con trazas de activismo político: diversidad sexual, feminismo, compañerismo. Ahí Amaia, dulcemente incorrecta a menudo, natural, frágil, niña de voz prodigiosa, joyita al piano.
Era fácil para el espectador cogerle cariño y desear protegerla, aunque sabíamos que tendría que empezar a caminar sola. Ese salto es el que retrata Una vuelta al sol, un documental dirigido por Marc Pujolar que recoge el año de la emancipación de Amaia del reality en el que estuvo inmersa, el proceso de composición de su disco Pero no pasa nada y su lanzamiento. Con todos los dolores previos y las secuelas del posparto de un icono mediático como ella.
Entretenido pero sin novedades
Para los fans será un regalo: buscarán matices y revelaciones donde no las hay. Para los haters, será un producto de márketing hueco, fruto de la hiperproductividad de una industria que se basa en crear contenido siempre que le conste que cae sobre blando, que hay un público considerable aguardando para masticar cualquier novedad: esta posición sería injusta también, porque lo cierto es que el documental es entretenido, incluso para un usuario neutral. Se deja ver. Es ágil. Se hace corto. Es profundamente humano: resulta imposible no sentir simpatía por esa chica que muestra sus inseguridades y que no se las da de infalible en el mundo de los egos.
Amaia muestra su amargura y su tensión en las entrevistas acerca de su disco, exhibe los engranajes de la exposición terrorífica a la que estuvo -y aún está- sometida: gente opinando sin parar, expectativas muy altas para una artista núbil, pánico al fallo técnico, naturalidad ante el error escénico. Ella recuerda que no sabe lo que quería hacer, sólo sabía que quería hacer lo que ella quisiese, pero estaba buscando esa tecla. En ese hallazgo constante anda. En esa ansiedad que se renueva a cada paso.
Quería desmarcarse del lugar del que venía, incluso de la imagen que había dado, y quería sacudirse la ficción de la fama. Quería dejar de ser vista como la inocente, la naif, la ñoña: no se identificaba con el arquetipo de su personalidad que había quedado en televisión y era consciente de que la nebulosa de la popularidad, igual que llega, se esfuma. No se creía las colas que hacían en la puerta de su casa. No sentía que esos fans la conocieran, aunque les agradecía -turbada y sonrojada- su apoyo. Está preparada -y eso es sano y muy adulto- para, llegado el momento, tocar en una sala con cinco personas. No se le caen los anillos porque cree en esto.
Lo mejor: las versiones
En ese relato confesional es muy sencillo empatizar con la artista: resultan abrumadores los episodios desagradables que tuvo que vivir, como cuando se filtraron imágenes de su disco. Lo hizo alguien del equipo: la típica imprudencia de hacer algunos vídeos para familiares y amigos. Rularon y llegaron hasta algunos fans, que la informaron por mensaje privado. Luego todos se pusieron de acuerdo para frenar su difusión y el contenido inédito se salvó, pero la angustia sobrevivió dos meses.
Lo mejor del documental, sin lugar a dudas, son las versiones. Todas las que toca las embellece irremisiblemente. Ahí Empezar de cero, de Yung Beef y La Zowi. Otra de Bestia Bebé, otra de Templeton. Maravillosas de la primera a la última, intimísimas, delicadas. Orfebrería pura.
La peor parte
En cuanto a la parte negativa, bien podríamos decir que es prematuro. O prescindible. No hace grandes revelaciones sobre la artista: sólo subraya lo que ya conocíamos, o intuíamos fuertemente. Las reflexiones son mínimas. No aparece nada noticiable. Hay datos que se extrañan especialmente, como la anatomía de su proceso de composición, ya que una de sus principales máximas era tejer sus propios temas y enseñarlos al público -para comprobar que realmente les gusta lo que ella es, no lo que parecía ser bajo el foco incómodo de TVE-.
No conocemos la intrahistoria de ninguna de sus canciones: no sabemos nada sobre las cuestiones vitales que le preocupan y a las que intenta acercarse mediante la música -¿la amistad, la soledad, el amor incomprendido, la identidad efervescente?-. Necesitamos más pistas sobre cuál es el imaginario artístico de Amaia, qué quiere -realmente- decirle al mundo. Nos enternece su caos adolescente, sus abstracciones, su sensación joven y fresca de ir en un barco a la deriva. Ahí arrancan las mejores aventuras, es cierto; pero también necesitamos algunos puntos claros en el mapa para saber qué esperar de ella en los próximos años y cómo irá madurando su talento.
Si entendemos Pero no pasa nada como un primer paso en el camino, lo realmente interesante habría sido esperar un poco para tener algo de peso que contar, para observar una verdadera transición: para verla crecer y afianzarse en su segundo disco. Y una vez ahí, si quieren los dueños de la industria, compartir lo rodado.