Willy Bárcenas, sé lo que hiciste el último verano: deslizaste entre los dedos un poquito de gomina, te la calzaste en el flequillo -a medio camino entre John Travolta y el auténtico Loquillo: como avisando-, te echaste un cigarrito y un moscatel y saliste a vacilarle al virus con tus compadres en Marbella, allá en Starlite, donde el público te vio aparecer como al Mesías chato de los divinos pijos, de esa guapa gente de derechas, que escribió Umbral.
Te cantaste unas coplillas de las tuyas, “canciones alegres para días tristes”, como dices en la biografía de Twitter de Taburete, “canciones para cuando se te rompe la botella”. A ti no se te rompe la botella, Willy, qué cosas tienes, a ti no te suceden esas largas cosas chabacanas, sorpresivas, desencantadas: a ti nunca se te voló un globo de la feria siendo niño sin que te compraran enseguida otro, porque tú naciste con un minibar eterno incorporado, con todos los caprichos lúdicos al alcance de la mano, con boquita de fraile, Willy, qué maravilla esa. En tus fiestas nunca faltan hielos.
Eres un campechano, Willy, un juancarlista: a la mínima te rompes la camisa como Camarón. Nunca has escondido tus placeres, y me parece bien: a ti te gusta salir con la escopeta a cazar conejos, derrapar con el carro caro en la arena de las fincas -ese Eastwood testosterónico que vive en ti, pero sin western, en el coto-, romper a cabezazos las lámparas de la taberna cantando sobre la barra Mi gran noche de Raphael, invitar a los guardias de la urba a que se unan al saraíto de rancheras y elegir cada día a la hembra más buena de las doce en bikini que te sonríen desde el póster del armario. Tú tienes esa cosa bohemia y disfrutona de los que se ponen el sudor por montera. Tú podrías haber inventado el balconing en tus agostos desfasados en las islas patrias. El verano es tu jurisdicción.
Siempre he defendido -y sigo defendiendo- que no eres en absoluto responsable de lo que haya hecho tu padre, que tú eres un ser independiente que creará bellezas y zanjas propias, pero lo cierto es que -nos pasa a todos-, los años vuelan y un día nos descubrimos repicando una frase, un gesto, un ademán de nuestros venerados viejos, como cuando yo me sorprendo yendo a visitar a alguien a un hospital y diciendo en voz alta “pero algo habrá que llevar, no vamos a ir con las manos vacías”, con el mismo tono indignado con el que lo haría mi santísima madre.
El fantasma de nuestros padres nos pisa lo fregao, Willy, y yo en ti leo -y leí ayer, viendo el vídeo del concierto en plena pandemia en el que decías “ni una puta mascarilla” y dabas la mano a los asistentes- esa cosa alegre e impune que arrastras en el apellido paterno con una espesura inconfundible, ese salir al ruedo como un miura reventando capotes, esa feliz desvergüenza del que se sabe -o se cree- avalado, osado, siempre fuerte.
Las reglas no están hechas para ti, Willy, y el decoro tampoco: de eso te jactas en tus canciones, de la posibilidad sempiterna del despiporre sea cual sea la situación, de pedir siempre más, de exigir un trago más largo en la tarde, de decidir, tras tres jornadas de verbena, a qué hora del día acaba la noche. Que lo hagas en tus bacanales privadas nos parece bien, Willy, pero a Starlite llevaste ese brío en forma de irresponsabilidad.
Cierto es que es la organización quien debe hacerse cargo de que se cumplan las medidas de seguridad, pero el frontman, que eres tú, tiene también el deber ético y la autoridad de guiñarle a su público, aunque sea con cariño, y decirles que se porten bien, que no vayamos a leches, que no está el patio para bromas y que los artistas están peleando para demostrar que pueden celebrarse recitales que no pongan en peligro a nadie. Fundamentalmente, lo que hiciste fue faltar al respeto a tus compañeros de profesión, a la industria musical renqueante y a un oficio que vive de los directos.
“Ni una puta mascarilla”, gritaste: ahí te entró el subidón. Fue tu forma de hacer el rock. El antiguo “cantad más alto, que no os oigo, hijos de puta”. El lejano y ahora punible “puta policía”, el legendario “picoleto el que no bote, we, we”. Ni una puta mascarilla fue tu forma de ser punk, tu pistoletazo, tu guantazo a la convención, tu “a tomar por culo la ley y el orden”, tu “que no se rompa la noche”, como mandó Julio Iglesias en una de sus baladillas. Los chulos sois de otra pasta, Willy: impermeables al riesgo. Tenéis esa ficción, esa tarita. Tú esperabas que te aplaudiésemos esa gracieta, ese sacar los pies del tiesto, pero a mí solo me convences cuando versionas Melina, de Camilo Sesto.
Ahora explicas que aquella frase que no fue una “invitación”, sino que fue una “descripción” de lo que observabas desde el escenario, pero Willy, tonto el último: el vídeo lo hemos visto. Y hemos visto el gesto que acompañó a la frase -ese ademán de desquite, de “que nos cojan si pueden”-. Hemos visto el bailecito tunante con el que cierras el speech: la danza bribona, desafiante. Hemos escuchado las risas de tu público cómplice y previsiblemente vírico. Hoy te apoyan en redes, mañana toserán en sus pañuelos de Scalpers. ¿Que hay multa? Se paga, pasta sobra: ese es un fleco incómodo de la libertad.
No pediste perdón: no sabes hacerlo. No diste ningún toque de atención, no paraste el concierto, como hacen los artistas serios cuando ven una agresión física o un abuso machista entre sus filas -este mismo año, le pasó a Carolina Durante-: callar es consentir. Sería interesante ahondar en si deberías asumir algún tipo de responsabilidad civil por incitación a un delito, pero lo dejaremos en manos de tus abogados, con quien intuyo que en tu casa tenéis línea abierta. Feliz verano. Que no decaiga.