“En lo que me entretenía / cuando yo estaba en prisiones / era en contar los eslabones / que mi caena’ tenía”, cantaba Enrique Morente. Sabemos que flamenco es un arte indisolublemente ligado a la pobreza, a la marginalidad, a la fartita’ de tó, por eso guarda en sus faldas algo terriblemente sentimental, ancestral y enigmático: se canta con el quejío’ de los que han pasado hambre, de los que se han enamorado como perros, de los que han sido arrinconados por el sistema y en algún momento han intentado devolverle la bofetada.
El flamenco -que levanta alto la ceja ante el Estado del Bienestar- sufre y sangra, es incómodo y verdadero como la muerte: viene de la voz antigua de los jornaleros, de los gitanos, los bandoleros y los mendigos. Tiene ese deje de rebeldía, de búsqueda de la libertad, de desacato a la autoridad, de desafío al patrón: “Señor que vas a caballo / y no das los buenos días / si el caballo cojeara / otro gallo cantaría”, como lanzaba José Menese. “A mí me preguntó un juez / que de qué me mantenía / y yo le dije robando / como se mantiene usía / pero yo no robo tanto”. Chimpún.
El flamenco, heredero también del romance medieval: “Yo, pobrecito de mí / metido estoy en prisiones, / sin saber cuando es de día/ y menos cuando es de noche”. Ese gamberrismo. Esa trampa -tantas veces-. Un pillaje inteligentísimo amasado por los siglos de los siglos. Un coqueteo con la nocturnidad y la alevosía. Un gusto por el exceso. Por la fiesta entendida como una vida larga de palmas y vinos y amigos y cantes de unos y otros, celebrando al menos que no estamos muertos, arrancándonos por otra coplilla. Hasta mañana.
Por toda esta idiosincrasia profunda algo encaja la noticia de que el bailaor Rafael Amargo haya sido detenido por pertenencia a una banda criminal y por tráfico de drogas. La maldición de los flamencos no arranca en él. El niño de Granada, nacido en el 75, justo a la muerte de Franco, es un flamenco de raza, un flamenco puro que, sin embargo, ha ido jugando a lo largo de su trayectoria con el baile contemporáneo, bebiendo, sin ir más lejos, de las enseñanzas de la escuela de Martha Graham en Nueva York.
"La cocaína arruinó el flamenco"
Admira a Antonio Gades y reivindica el concepto teatral del flamenco y lo mismo se sumerge en un tablao que tontea con las artes plásticas o las visuales. Se ha reconocido como bisexual y como abstemio de alcohol y tabaco, aunque otras cosas -ha guiñado en alguna ocasión- sí consume cuando se tercia. Este tipo de estupefacientes también ha estado, desgraciadamente, muy cerca de este arte tan poderoso.
Lo han reconocido Tomatito y José Mercé en alguna ocasión: “La cocaína ha arruinado el flamenco”, refiriéndose a que las viejas fiestas eran de beber, comer y cantar, pero que la irrupción del polvo blanco de los demonios se ha acabado llevando por delante la vida de más de uno de los suyos.
Recuerden el problema de Camarón con las drogas que le llevó al psiquiatra Marcelo Camus -aunque la Chispa, su esposa, siempre dijo que su verdadero mal “era el tabaco”-. Recuerden también cuando en el año noventa fue condenado a un año de cárcel por conducción temeraria. José Monje provocó un accidente de circulación en el que fallecieron dos personas. Exceso de velocidad. Iba distraído, dijeron. Su esposa y sus hijos sufrieron heridas graves. Finalmente, no tuvo que pisar la cárcel por carecer de antecedentes penales, pero sí que le quitaron el carné un tiempecito.
"La cárcel suena a seguiriyas"
Emblemático Rafael Riqueni, el guitarrista sevillano escudero de Morente: en 2017 vio por fin el cielo claro después de dos años entre rejas por una acumulación de delitos leves y una agresión callejera relacionada con un trastorno bipolar que le fue diagnosticado a mediados de los noventa. “La cárcel suena a seguiriyas”, aseguró entonces. Poco después, sacaría con la cantaora granadina Estrella Morente un disco grabado en la prisión de Sevilla durante su internamiento: en este álbum homenejeaban a La Niña de los Peines.
Las Grecas y José el Francés
Ojo al caso del cantaor Luis Heredia Fernández, más conocido como El Polaco: nueve años y medio a prisión por intentar matar a un vecino de su finca en una pelea por las aguas fecales que confluían en la urbanización. Más cercano y familiar nos resulta la historia del bailaor Farruquito, que cumplió tres años de prisión por atropellar mortalmente a Benjamín Olalla cuando circulaba por una calle de Sevilla. También exceso de velocidad. Además, no tenía carné de conducir ni seguro del coche. Luego, se dio a la fuga. Cierto también que fue un preso “ejemplar” y eso le permitió acogerse a todos los beneficios penitenciarios.
Cada vez que suena “fuera de mí / ya no quiero tu querer” algo se nos sonríe dentro: ahí José El Francés, que en 2002 ingresó en la cárcel de Valdemoro (Madrid) para cumplir una condena de nueve años y un día por tráfico de drogas. Justo después de vender 300.000 copias, ganar la categoría de los Premios Amigo a Mejor Álbum Flamenco y llevarse el reconocimiento de la Cadena Dial al músico más popular del año. Finalmente, salió antes de lo previsto y con el apoyo de Ketama y Lolita y Rosario Flores, entre otros, que lo auparon como al “príncipe azul gitano” del flamenco.
Chiquetete estuvo a punto de pisar la trena, pero no llegó la sangre al río: esquivó a última hora las intenciones de la que fuera su esposa Raquel Bollo. La que sí lo hizo fue la maravillosa Tina de Las Grecas, madre del flamenco-rock: en los ochenta le diagnosticaron esquizofrenia paranoide rebozada de toxicomanía y en una de sus crisis atacó a su hermana clavándole un cuchillo en el hombro.
Tuvo cinco hijas, dos de ellas fuera del matrimonio -revolucionario en aquella época-. Contrajo el sida y acabó visitando la cárcel de mujeres de Yeserías para quedarse unas cuentas semanas: había robado en una peluquería de Talavera de la Reina. La maldición de los flamencos: todos llenos de arte, tantos llenos de dolor.